Dos personalidades diferentes y actuales del jazz actual cerraron el sábado por la noche las dobles sesiones de esta cuadragésimo tercera edición del Festival de Jazz de Vitoria en un Mendizorroza con algo más de media entrada, que se despidió del evento con el alma dividida entre los que salieron encantados con Makaya McCraven y no tanto con Kamasi Washington y viceversa. En realidad, los dos, con sus matices, dibujaron un broche a la altura de lo vivido este 2019, completando un cartel que dejó muchas cosas interesantes y la sensación de que si se hubieran pulido un par de detalles (por ejemplo, una colaboración, aunque fuera mínima, entre ellos), aquello podía haber sido memorable.
Fue, con cierto retraso, el batería el primero en hacer acto de presencia, muy bien rodeado por Matt Gold a la guitarra, Junius Paul al bajo y un muy acertado Greg Spero al piano. En algo menos de hora y media, quienes estaban sobre las tablas fueron tejiendo su particular tela de araña, sin excesivos protagonismos, sino haciendo que el grupo fuera y sonase como uno, construyendo cada tema desde parecidas estructuras -y aquí estuvo su problema, en la repetición de patrones- pero siempre sonando diferente y único. Sin artificios ni postureos, desde el conocimiento de las bases pero sabiéndose creadores de este siglo, los cinco fueron enganchando al personal, como queriendo hipnotizarle para no dejarle escapar del hechizo.
Ese pálpito conjunto que transmitió la banda a lo largo de toda la actuación, esa aparente libertad para jugar y revolucionarse, se tradujo en una propuesta arriesgada pero medida, con todo lo que ello implica, es decir, que hay quien se sintió atrapado desde los huesos a lo largo de todo el concierto y quien salió rechazado desde el segundo uno. No hubo medias tintas. Por eso al personal le costó muy poco saltar como un resorte para ponerse en pie y aplaudir a la banda.
Tras el descanso, a eso de las once de la noche, hizo acto de presencia Kamasi Washington, una fuerza de la naturaleza que desde el primer instante demostró que con el saxo entre las manos, hoy por hoy, se pueden contar con los dedos de una mano los intérpretes que pueden ponerse a su altura. Tal vez, el único pero que tiene en su contra es la necesidad de modificar algunas piezas de su actual banda y salirse del proteccionismo familiar que le acompaña.
Pero detalles a un lado, y sin pasar por alto la buena labor de Ryan Porter al trombón, Washington consiguió en seis temas -el supuesto duelo de baterías se lo podían haber evitado con toda paz y no hubiese pasado nada- y hora y tres cuartos de conciertos dejar una tarjeta de presentación en la capital alavesa que el festival debería guardar con cariño y saber utilizarla a futuro. Tras el “kaixo, mila esker” con el que recibió a los presentes en el polideportivo, el saxofonista supo demostrar, como en el caso de McCraven, su conocimiento de las esencias del género para, a partir de ellas, ir levantando un edificio moderno, actual, fuerte, con toques funky o psicodélicos dependiendo la ocasión... una estructura con lógica y con sentido a la que él, con su instrumento, aportó los mejores momentos de la noche. Cada vez que el saxo sonaba, el mundo parecía detenerse para escuchar lo que tenía que decir. Una pena que no sucediese lo mismo con el resto de sus compañeros de escena. Así las cosas, cuando faltaba poco para llegar a la una de la madrugada, llegó el final de una doble sesión intensa que cumplió de sobra con las expectativas de contar con dos nombres propios del presente y del futuro del jazz.