méxico - Más que por sus canciones y su voz cavernosa, la mexicana Chavela Vargas será recordada, hoy, en el centenario de su nacimiento, como una mujer que al no tener abuelos que le contaran historias inventó las suyas y las vivió de manera rebelde.
No es casual que el poeta Joaquín Sabina le llamara “gata valiente de piel de tigre” en la canción escrita en su honor. Porque si a algo jugó Chavela (1919-2012) en sus más de 93 años de vida fue a ser una felina de siete o más vidas, todas diferentes.
Costarricense de nacimiento, Chavela llegó a la vida por la puerta de atrás. Según confesó en entrevistas, de niña un indio la curó cuando estuvo a punto de quedarse ciega y otro mordió hierba y la puso en su boca para espantarle una poliomelitis. Más tarde desarrolló una adicción a reconocer la belleza en cualquiera de sus formas, pero esa no fue una enfermedad, sino un signo con el que fue marcada para encantar a quienes fueron a verla cantar. “Chavela era fascinante. A mí me interesa más su actuación en vivo que los discos. Cuando la vi por primera vez en el Zócalo me recorrió ese escalofrío que sientes cuando estás frente a un gran artista. Tenía al Zócalo bajo su mandato”, cuenta la escritora argentina Mónica Maristain, quien conoció a la artista. Sentada en el Tenampa, el restaurante donde Vargas compartió alcoholes con el compositor José Alfredo Jiménez, la pintora Frida Khalo y decenas de figuras de la cultura latinoamericana y de otros lares, Maristain cree que si bien fue una rebelde, la mexicana fue por encima de todo una solitaria.
méxico en el corazón Otra vida tuvo Chavela cuando ante la indiferencia de quienes la consideraban rara, emigró a México y luego se refirió al país como si fuera nativa de él con una frase lapidaria: “Los mexicanos nacemos donde nos da nuestra chingada gana”. En México fue criada de ricos, tuvo un pequeño negocio y un día se fue a Acapulco a cantar ante un público estadounidense. Su autenticidad fue reconocida y poco a poco subió las escaleras de la fama hasta caer en el Tenampa, a un costado de la Plaza Garibaldi, donde siempre se sentaba en la misma mesa y bebía durante horas mientras los mariachis tenían prohibido callar. “Aquí venía a echarse sus tequilas. Decía: a ver muchachos canten La llorona’’ y a veces nos tuvo hasta cinco horas. Algún día interpretó con nosotros Paloma negra; uno se sentía en confianza con ella”, explica el mariachi Jaime Gámez mientras observa un cuadro con la imagen de la artista incrustado en la pared.
Había empezado a beber alcohol para sacudirse el miedo al escenario. De una copa subió a cinco, luego duplicó y con el tiempo se hizo dependiente y terminó con su vida artística. Pero 13 años más tarde insistió en su manía de gata y resurgió como cantante. A diferencia de sus amigos escritores Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Carlos Monsivais, la Vargas no tenía con qué escribir cuentos. Entonces los inventó y se convirtió en sus personajes. Alguna vez la vieron vestida de hombre, con una pistola y un paquete de tabaco y pareció escapada de las ficciones de sus contertulios.
Los pequeños ojos que estuvieron a punto de quedarse ciegos nunca desarrollaron una agudeza visual de 20-20, pero a cambio se hicieron sensibles a la belleza hasta que el primer domingo de agosto de 2012 el corazón de María Isabel Anita Carmen de Jesús Vargas Lizano, así la bautizaron, se detuvo.