En su monumental poema Sobre la naturaleza de las cosas, y corroborando el pensamiento de Epicuro, Lucrecio se refiere de esta manera a la muerte: “No hay nada en ella que temer, pues quien ya no existe no puede padecer desdicha”. Desde la Antigua Grecia hasta hoy, la preocupación por el paso del tiempo y la vejez ha sido una constante más que recurrente en el mundo de la filosofía. Lo es en el célebre tratado De senectude de Ciceron, en los ensayos de Montaigne y en los últimos trabajos de Aurelio Arteta: A pesar de los pesares y A fin de cuentas, éste último aparecido recientemente.

Como deja claro el escritor navarro en la primera parte de este “nuevo cuaderno de la vejez”, la tarea de la filosofía -ante un enigma como el de la finitud humana- no estriba en enseñar a morir, sino en aprender una manera de vivir que se sabe abocada al adiós. De esta manera, ve la última etapa de la existencia como una atalaya desde donde observar pasado y futuro con la serenidad que da la experiencia, pero siempre con una mirada activa, puesta en el presente. Y es ahí, precisamente, donde entra en juego ese auténtico motor del conocimiento que es la curiosidad. Es decir, el deseo de enriquecerse a nivel moral y espiritual, el afán de seguir aprendiendo de los demás y creciendo interiormente.

“No veo cosa más reprochable en el ser humano -dice- que su escaso cultivo de uno mismo, tal como se transparenta en la falta de curiosidad por el mundo, la vida y los otros. Sin tal acicate apenas hay nada valioso con que ocupar las horas y los días, poco que comunicar y preguntar. Envejecer pasa entonces a ser sinónimo de un tedioso sobrevivir”. Y así, a medida que el libro avanza, Arteta va poniendo el estilete de su pluma en las viejas y nuevas costumbres de las sociedades modernas: en esas muchedumbres rendidas al consumo de diversión (que no de disfrute), en la trivialidad de las conversaciones cotidianas, en el cultivo de un narcisismo exacerbado y en esa nueva religión -las redes virtuales- que nos hacen esclavos de un presente continuo asfixiante, que es lo que John Berger denomina “el instante de mercado”.

Compuesto bajo la forma de un almanaque vital y moral (a la manera del Diario filosófico de Hannah Arendt), el libro mezcla reflexiones, vivencias personales y comentarios a sentencias ajenas, lo que lo convierte en un diálogo con la tradición y con el mundo de hoy. Escrito con una prosa antiacadémica, vitalismo radical y una fraternidad sobrehumana (por el afán que tiene de aceptar lo inaceptable: la realidad de la muerte), A fin de cuentas es, además de un excelente ejercicio reflexivo, una sátira contra el inmovilismo y la ceguera de la sociedad contemporánea. Pero, sobre todo, una negación de las religiones como consuelo porque, como dice el autor, “es injusto que el hombre muera, y a los que seguimos con vida nos corresponde clamar contra la muerte.”

(A la memoria de Rosa Pérez de Leceta).