‘high life’

A Claire Denis, nacida en París pero cuya infancia por razones del trabajo paterno transcurrió en las colonias africanas francesas, siempre le ha gustado moverse en territorios de extrañamiento y tensión. A menudo ha utilizado aquellos recuerdos para alimentar sus relatos cinematográficos. Eso hizo en Chocolat (1988), el filme que marcó su debut, y eso ha repetido en obras tan solventes y reconocidas como es White material/Materia blanca (2009), con Isabelle Huppert.

El misterio, el thriller y el melodrama han sido los climas más utilizados en sus películas, pero se trata de temperaturas, de atmósferas recreadas siempre de manera autoral. Claire Denis no se permite la vulgaridad de ser convencional. Claire Denis se muestra ajena y contraria a los formalismos genéricos, por más que los use. Por eso, cuando se anunció que su siguiente película, High Life, giraba en torno al mundo del espacio, o sea una película de ciencia-ficción, había alto riesgo en predecir qué significaría eso en sus manos.

Su penúltima pieza, la desajustada y ensimismada Un sol interior (2017), con una omnipresente, incontinentemente gesticuladora y abrumadora hasta empalagar Juliette Binoche, desató los peores augurios. La cosa pasó a alerta roja al saber que Binoche repetiría protagonismo en High Life. Para completar el reparto, se anunció que el coprotagonista era Robert Pattinson, uno de los felices supervivientes de Crepúsculo, un rostro peculiar que, filme a filme, parece redimirse de sus comienzos.

Denis, lejos de la actitud del Peter Strickland de In Fabric, se sirve del contexto fantástico para hablar de cosas ajenas al género. El resultado, sin conseguir la tensión de Materia blanca, nos devuelve en muchas fases de su contenido a la mejor Claire Denis. Por supuesto, High Life no resistiría los arietes de los buenos conocedores del género. De hecho, Denis desprecia los goznes que unen la causa con el efecto. Suspende en verosimilitud. En su visión del espacio, casi todo es posible como lo era en la visión distópica del Aronofski de Mother! (2017). Precisamente, eso, la procreación, la maternidad, es lo que aquí se dirime: el instinto filial y la pulsión de muerte.

Denis articula su película con una idea prestada del Alien de Fincher. Una nave tripulada por condenados a muerte, escoria humana, navega hacia una misión que solo puede concluir en la negritud del espacio. En esa nave, en la que se vierten algunas ideas provenientes de títulos emblemáticos, Denis convierte a Juliette Binoche en una diosa insaciable, una bruja manipuladora que dirige la nave como Mengele dirigía los campos de exterminio: como un laboratorio de semen y sangre.

Hay pasajes que se enfangan en lo patético y secuencias de belleza incontestable. Su desesperada visión del futuro convierte al Denis Villeneuve de La llegada (2016) en un monaguillo de Disney. Con resonancias solemnes y detalles impagables, el filme nos obsequia con una banda sonora hipnótica. Un filme-trance que no se rompe ni siquiera cuando choca con algunos altibajos desconcertantes. En High Life, en ese viaje hacia la desintegración entre una hija y su padre, se asiste a algunos de los momentos más inspirados del cine contemporáneo de ciencia ficción y a la evidencia de que Claire Denis se ha tomado su primer largometraje en inglés en serio, demasiado en serio.