Nacida para pulverizar récords de audiencia y beneficios, el octavo capítulo de Star Wars abunda en su vocación crepuscular. Sujeta a presiones de todo tipo, hay mucho dinero en la mesa, la octava película no se aleja ni un milímetro del modelo ya enunciado en su anterior entrega. Esto conlleva una abierta infantilización, muy presente en la primera mitad, menos obvia y menos cargante en su desenlace. Nada nuevo en una franquicia que llegó a las carteleras en los años 70 para dar un golpe de mano al cine europeo que entonces era hegemónico en el mundo occidental.
La aparición de Lucas y Spielberg fue utilizada para desactivar la amenaza que el llamado cine de arte y ensayo representaba.
Cuarenta años después, el cine contemporáneo, el que mueve el negocio de las salas comerciales, les pertenece. Y porque ha pasado casi medio siglo y su público es nieto de aquellos que fueron seducidos en su día, los actuales responsables del guión han dispuesto renovar la serie a golpe de funeral. Los viejos se van y los jóvenes caerán en el pecado original. Ahí acaba todo. Ahí estriba la clave de esa operación que comienza con titubeos e insipidez para dar lo mejor que tiene -nada excepcional por supuesto-, en su recta final.
En los últimos cincuenta minutos, Rian Johnson consigue convocar una puesta en escena con momentos álgidos en medio de una sucesión de luchas sin cuartel. La acción mantiene en pie esa promesa de evasión incesante que, al menos en su aparato publicitario, consigue no defraudar. Como ya se han desmenuzado en anteriores entregas los ecos bíblicos de su argumento, el ADN japonés de su naturaleza y esa semilla inicial del Kurosawa de catanas y samuráis, no es preciso repetirse.
Si en la anterior entrega, la de J.J. Abrams era perceptible el deseo de regresar al origen, en el relevo de Johnson, no hay lugar ni para autorías excéntricas ni para experimentos que aquí no se permiten. Los feligreses de la saga no los necesitan. Así que nueva vuelta de tuerca a edipos maltratados y progenitores desorientados; nuevo encaje de bolillos para casar pasado y presente, para sumar abuelos y nietos, tíos y sobrinos, en un relato que cada día se infantiliza un poquito más.