Todos los seres humanos, cuando nos vamos del mundo, dejamos una herida dolorosa en los demás, un hueco irreparable. Igual que lo dejaremos todos algún día, lo dejó Mariano Iñigo hace cinco años cuando abandonó para siempre las calles de esta ciudad y regresó a su Palencia natal, en el que sería su último viaje. Ha pasado el tiempo y, ahora, cuando ataca la nostalgia, uno recuerda al maestro amigo y echa de menos los paseos y las charlas, los encuentros compartidos entre versos, canciones y soledades. Y todo parece irreal, imposible, como si el poeta todavía estuviera entre nosotros.
Se suele decir, con razón, que cuando un creador muere nos queda su obra, y que mientras ésta sea leída o revisitada por alguien su autor permanece.
Sin embargo, todos dejamos una obra para la posteridad: bien sea en forma de lección moral, bien de actos éticamente ejemplares. Mariano, además de una impronta de bondad y humildad, nos legó una obra literaria de altura, una poesía llamada a perdurar en el tiempo que, tres años después de su muerte, recopiló la editorial Huerga y Fierro cumpliendo así -póstumamente- la voluntad última del poeta.
Heredero de una tradición que comienza en la poesía francesa del siglo XIX, se detiene en el expresionismo alemán y enlaza con dos voces icónicas de su generación -la de L.M. Panero y Ángel Guinda- , su lírica estará marcada por un confesionalismo de raigambre existencial, que hermana su cosmovisión a un pesimismo aprendido en Cioran y Camus. Si la filosofía trata de explicar el sentido de la angustia o la soledad, el poeta la expresa. Él lo hacía.
Hombre de extremos pero nunca de medias tintas, Iñigo era un escéptico feliz, un renegado, un don nadie orgulloso de serlo: ser humano radical en todos los sentidos. Que alguien reivindique el odio y la desobediencia con el mismo ahínco que el amor y la ternura, es un signo de audacia enormemente cabal, sobre todo teniendo en cuenta los tiempos que vivimos. Él lo hacía.
Capaz de escribir el verso más hermoso al lado del exabrupto más obsceno, era y es un poeta de verdad: mayúsculo. Un poeta que se abre de dolor en canal, que señala con el dedo y maldice, que bucea en la marginalidad y en su propia miseria y dispara contra la verdad mentirosa del Poder. Siempre beligerante ante la asepsia literaria y cultural, nunca escribió impunemente.
Hacia el final de su vida, inmerso ya en una soledad deseada y dolorosa, dejo anotado: “Todos los días son iguales. / Menos yo, que soy la noche”. Y se fue del mundo despacio, silenciosamente, mientras terminaba de edificar una obra única e irrepetible: amargamente vital. Su palabra comprometida -siempre insumisa y nunca gratuita- es veneno en boca de los poderosos y agua en labios de los oprimidos. Palabra envenenada contra la hipocresía y la servidumbre; amén de bendita y sanadora. Que redime del pecado de vivir.