Algunos de mis mejores recuerdos gastronómicos están ligados al que fue en su época gloriosa el mejor restaurante de España: el Zalacaín de Jesús Mari Oyarbide, primer tres estrellas de España cuando la Michelin se las adjudicaba a restaurantes, no a cocineros, que al fin y al cabo son sólo una parte, todo lo importante que se quiera, de un restaurante.

Zalacaín tenía todo lo que hace la excelencia de un restaurante. Una magnífica cocina, en la que convivían con armonía lo francés y lo vasco-navarro, de la mano de un chef que no fue nunca mediático: Benjamín Urdiain. Una sala, dirigida por José Jiménez Blas, en la que el personal estaba atento a toda necesidad del comensal, pero, a diferencia de lo que ocurre ahora, sin agobiarla para nada.

También una bodega espléndida, que hacía todavía mejor ese ejemplo de sumilleres que era Custodio López Zamarra. Un ambiente elegante, acogedor, agradable. Y un equipamiento, en mesa (manteles, vajillas, cubiertos, cristalería) y en sala (mesas auxiliares, prensa para salsas especiales...) excepcional. Considerando todo eso, Zalacaín era el mejor restaurante de España. Tras unos meses de obras, Zalacaín ha vuelto a abrir sus puertas. Y allí fuimos, emocionados y llenos de ilusión; íbamos a ese lugar en el que tantas veces habíamos sido felices, porque el objetivo de aquel Zalacaín, desde el propietario a la señora del guardarropa y al aparcacoches, era que el cliente fuese feliz desde que llegaba hasta que se marchaba. Todos sabían que esa es la obligación de todo anfitrión que conozca el significado de la palabra. Por estas fechas, cada año, me llamaba el bueno de Blas: “Ya tenemos becada”. Allá que iba yo, feliz; la becada es una de las cosas que más me ha gustado en mi vida, pese a sus penosos efectos sobre la gota. Ya en mi mesa, y después de preparar paladar y estómago con una entrada, y de dejar que Custodio me recomendase un vino adecuado a tan gran dama, empezaba el espectáculo. Blas usaba el guéridon o mesa auxiliar, donde disponía todo lo necesario. La becada, ya asada, venía insertada en un espadín con la cazuela colocada a la inversa.

Al fin llegaba a mi mesa la reina del otoño. Me sabía a gloria o, mejor dicho, me estaba comiendo el bosque del otoño. Pero el placer ya había empezado al ver a Blas prepararme la becada. Todo eso pasó, y me temo que no volverá. No les diré que Zalacaín me decepcionase en esta visita. No. Comí bien, porque me atuve a platos ya conocidos, platos que han estado desde siempre en la carta. Pero ya nada será igual. No me refiero a la reforma, que ha dado a esta casa algo de lo que carecía antes: luz natural. Uno entra en el Zalacaín actual y constata que todo es distinto, menos la gran “Z” que decora la puerta. No entraré en detalles. Pero el espíritu es otro. Hoy, qué le vamos a hacer, no se lleva el estilo Zalacaín. El otro día vi a los comensales eran gente entrada en años, seguramente viejos clientes y amigos de ese gran Zalacaín. No había gente joven. Deseo a los nuevos dueños de Zalacaín toda clase de éxitos. Lo que pasa es que el éxito es mucho más que unas buenas críticas, que unas puntuaciones altas en las guías, incluso más que la rentabilidad: el Zalacaín glorioso pasó por momentos casi angustiosos en ese sentido.

Pero seguía siendo el restaurante de referencia, al que su público fue fiel con tres estrellas, dos, una y hasta cuando la atrabiliaria Michelin lo dejó a cero. La excelencia no es el fruto de la valoración de una guía: es al revés. Los criterios cambian; la excelencia, no, porque está por encima de las modas. Hoy, Zalacaín ya no exige a sus clientes varones llevar corbata. Es, qué duda cabe, un signo de los tiempos. Pero, fíjense ustedes, para mí esto simboliza lo que está pasando. Y lo que está pasando es que vivimos el fin de una época, el fin de un estilo. Una época, y un estilo, que para mí fueron la auténtica edad de oro de la gastronomía española.

Tuve la fortuna de vivirla, de sentirme parte de aquel Zalacaín inolvidable. Sé que el mundo cambia; pero lo echaré mucho de menos. Y, a mis años, no estoy para cambiar. Así que la próxima vez que vaya a Zalacaín me pondré corbata. Será mi sencillo homenaje a aquella época gloriosa.