la conformidad de un jurado constituido por tres profesionales de la interpretación, dos guionistas, un director de fotografía y un solo realizador, decidió que 2017 pase a la historia del Zinemaldia como el año del “desastre”. Un “desastre” anunciado que llegó a San Sebastián respaldado por el beneplácito del público de Toronto y que fue saludado por una buena parte de la crítica en Donostia con elogios desmesurados.
Se trataba de una reacción instintiva ante la falta de consistencia de la mayor parte de los títulos programados en la Sección Oficial a concurso, una respuesta automática que elevaba a categoría de gran cine lo que no es sino una propuesta simpática y epidérmica de un profesional que, como actor, acumula interpretaciones extremas y memorables, pero que como director, hasta ahora, no había dado síntomas de grandeza.
The disaster artist, una comedia ligera, un filme menor que recrea el rodaje de una mala película, The room, pone de relieve las horas discretas por las que pasa la Sección Oficial del Zinemaldia. En ese sentido no ha habido sorpresas. De antemano la selección de películas se sabía débil. Cuando el festival de Venecia se daba un baño de prestigio, la relación de títulos a competición en Donostia no albergaba promesa de casi nada. Y es que el Zinemaldia mantiene un modelo que ya parece haberse asentado en los últimos años. Consiste en asumir su discutible incapacidad de forjar una potente Sección Oficial. En consecuencia, insiste en conformarse con casi nada en este capítulo. Dicho de otro modo, cuanto mayor ambición evidencia por crecer en secciones, invitados y eventos, más anémica se muestra su Sección Oficial.
Esa claudicación no se percibe en un modelo propio que no sea el de recoger las películas que otros no quisieron, lleva a asumir una cierta vergüenza propia por una sección a la que se rodea cada vez con más actividades complementarias. Para empeorarlo se le añaden películas fuera de competición y sesiones especiales que todavía la resquebrajan más. Cuanto más se engorda la lista de la Sección Oficial con grasas nocivas, como el estreno de dos capítulos de La peste programados en la mejor hora de la parrilla o la inclusión de piezas que no merecen subirse al escaparate de la Sección Oficial, más se debilita la consistencia de su corazón. De ahí que el palmarés del Zinemaldia cada vez provoque menos interés. En realidad no importa demasiado quién gana.
Ese quién gana, en esta edición, no inquietará a nadie. Parafraseando a Groucho Marx, estos son los que han ganado, pero si no les gustan podemos tener otros ganadores. Los otros, los olvidados, son títulos como El autor, de Manuel Martín Cuenca, muy bien valorado y recibido en Toronto pero, paradójicamente, ninguneado en casa. O como Licht. O como La douleur. O como Life and nothing more. Lo que no ha sido concebible es la presencia a concurso de la tontería de Nakache y Toledano, ni la concesión a inaugurar el festival a un Wenders cada vez más iluminado, cada vez más delirante.
Tampoco parece acertado que el palmarés acogiera algunas “frivolidades”. Propuestas como Ni juge, ni soumise, un documental convencional en torno a una jueza obnubilada por la toga y el poder. Esa apología a una jueza excéntrica e incorrecta en sus manifestaciones, ha encontrado un respaldo legitimador con un contenido cuando menos sospechoso de banalidad. Ni el retrato social que levanta sobre su país de origen, Bélgica; ni la manera de acceder a su contenido. ¿Hasta qué punto un acusado que va a ser juzgado se atrevería a denegar su filmación en una película que busca ensalzar el carisma de quien le va a juzgar? Ese ser arte y parte invalida en buena medida lo que no es sino un monumento complaciente a su protagonista.
Cuanto menos interés internacional provoca el Zinemaldia por la fragilidad de su sección principal, más apoyo y entusiasmo encuentra su parrilla por parte del público que, donostiarra o foráneo, llena sus salas y guarda largas colas con paciencia benedictina. Para ellos, el festival ha reforzado un modelo que en los años 80 y 90 marcó el ADN de la Seminci de Valladolid. A menos Festival más Muestra, a menos aportación propia, más programa con lo mejor de lo que ha ganado en festivales que, al parecer, pesan más y programan mejor.
En ese sentido, la selección de Perlas -no repetiremos sus mejores y en algunos casos gozosos filmes ya consagrados-, provoca una doble y enfrentada sensación.
Desde las habituales presencias de anime japonés y cine de género, a propuestas más extremas y radicales al estilo de festivales más minoritarios comprometidos con nuevas formas narrativas; todo viene bien, todo alimenta un notable evento que crece por todos los lados menos por donde debiera. Así el estado de la cuestión, Donostia ha servido al público una relación altamente sugestiva y apetecible de hermosas y bellas películas. Pero ha perdido terreno en algunos frentes.
A su Horizontes Latinos le ha llegado un tiempo de melancolía y crepúsculo y al anunciado, el año pasado, refuerzo por la vía del cine oriental no le ha sucedido ninguna novedad digna de ser tenida en cuenta. Tan solo Tabakalera representa ese referente capaz de augurar un mejor futuro. Es allí donde se refugian las mayores y mejores esperanzas de un evento que pierde cada año presencias internacionales e interés por parte del resto del mundo sobre su aportación propia. Un camino decadente que no se quiere ver porque mantiene, cuando no acrecienta, la fe y el apoyo entusiasta de la gente de casa.