En estos días en los que uno pasa de correr el riesgo de derretirse a afrontar el de, directamente, evaporarse, apetece comer cosas frescas en todos los sentidos: que estén frías y que causen una sensación de frescor, que podemos acentuar con el uso sabio de determinadas ayudas.

Con los termómetros enloquecidos, pocas cosas tan agradables como un salpicón; claro que en lo que primero tendríamos que ponernos de acuerdo es en qué es un salpicón. Para muchos, no es más que una versión de ensaladilla en la que se sustituye la mahonesa por una vinagreta, ciertamente más refrescante. El Diccionario, por cierto, hace hincapié en la vinagreta, y también en que es plato “que se consume frío”.

Hoy gozan de fama, en ocasiones más que justificada (en otras no tanto, la verdad) los salpicones de marisco, con el de bogavante a la cabeza; menos frecuentes son los que usan como materia principal otros crustáceos, como cigalitas, buey de mar... Con rape, merluza u otros pescados blancos pueden prepararse salpicones muy considerables. Pero el pescado más habitual en el salpicón es, cómo no, el bonito.

Maticemos: cuando digo “bonito” me estoy refiriendo al atún blanco, también llamado bonito del Norte, pero al que desde Galicia hasta Guipúzcoa se conoce como “bonito”, a secas. Y es que lo es, estéticamente hablando. En cuanto al enlatado, fíjense bien: que sea atún blanco, porque la inmensa mayoría de las veces se trata de atún claro, que no es lo mismo. Así que atentos al etiquetado: atún blanco en aceite virgen de oliva.

El otro día, en nuestra pescadería habitual, se exhibía una magnífica pieza de atún blanco, para venta al corte. Su aspecto era estupendo, así que nos llevamos a casa una hermosa rodaja del gran pez, con miras a utilizarla en un marmitako, o a la riojana, o encebollada... Ya en casa, surgió la idea: ¿por qué no un salpicón?

Dividimos un trozo de bonito en pedazos manejables, pequeños, que pusimos a escaldar brevemente en agua con sal y una hoja de laurel. Apenas el pescado cambió de color, lo sacamos. Lo colocamos en un recipiente en el que lo bañamos con aceite virgen y vinagre de Jerez, y allí se quedó un buen rato.

Así, tal cual, y en compañía de medias lunas finas de cebolla roja, sería ya una delicia a medio camino entre un cebiche y un escabeche. Pero un salpicón admite más cosas, según gustos e imaginación de cada cual. Patata cocida, desde luego; hortalizas como zanahoria y guisantes, en plan cromático; ruedas de huevo cocido, en el mismo plan; y, por supuesto, lo que nosotros llamamos “vinagrillos”, esto es, diversos encurtidos, desde aceitunas a cebollitas, pepinillos... Nosotros teníamos en casa unos pepinos enanos, deliciosamente dulces, que, en rodajitas, pasaron a integrarse en nuestro salpicón.

Mezclado, que no confundido, todo lo que ustedes pongan en su versión, habrá que volver a aliñar. Y no olviden que el aliño es el alma de un salpicón, la clave, lo que diferencia una delicia de una mediocridad.

aderezos Aceite virgen de oliva. Ya, pero ¿cuál? A su gusto, que es el que manda. A un paladar acostumbrado a la potencia de un picual le parecerá soso uno de arbequina, y el hecho a la dulzura de éste encontrará agresivo el primero. Prueben, y quédense con el que mejor les vaya, a ustedes y a su salpicón.

Vinagre. Naturalmente, el mejor que encuentren. Y el mejor que encuentren va a ser, claro, un vinagre viejo de Jerez, el mejor vinagre del planeta, aunque ahora se vea desplazado por los sucedáneos (baratos) de vinagre de Módena que circulan por ahí. Un vinagre de Jerez de, al menos, un cuarto de siglo. O un “gran reserva”. Marcan la diferencia, y no se necesita más que un poquito, un chorrito: su aroma, su fresca acidez, son inigualables.

Sería una pena que invirtiesen ustedes en una buena materia prima para hacerla protagonista de su salpicón y racaneasen después con lo que de verdad le da carácter y categoría: el aliño. Hágannos caso: el aceite, siempre virgen extra, de la variedad de oliva que más se ajuste al efecto buscado y a su propio paladar.

Y el vinagre, de Jerez, la joya de la corona; una nariz entrenada detectará recuerdos del vino del que procede, y una nariz sin esa formación notará, sin la menor duda, un aroma profundo, delicado, de una elegancia suprema. Ése, y no otro, es el vinagre que dará cachet a su salpicón.

No me cansaré jamás de repetir el principio básico de la cocina: no hay buenos platos con malos ingredientes. Y me refiero a todos los ingredientes, desde el bonito hasta el aceite, el vinagre y, también, la sal. Ah: y la compañía líquida. Prueben uno de los nuevos y muy pálidos rosados, servido bien fresco, una excelente y veraniega compañía, además de ser bonito, como el protagonista del salpicón.