acomienzos de los 80 nacieron dos proyectos ambiciosos. Fue un duelo de colosos. Ridley Scott venía de dirigir Alien, se había convertido en un autor de referencia. David Lynch, tras un debut inenarrable, Cabeza borradora, se había ajustado a las órdenes de Laurentis y supo demostrar que podía trabajar en el cine comercial desde la emoción y el rigor: El hombre elefante. Uno filmó Dune, el otro Blade Runner. Huelga decir que aquel duelo lo ganó Scott. Han pasado 35 años de Blade Runner y Scott sabe que nunca podrá contar con la legitimidad que envuelve a Lynch. Sabe que no levantará su fervor ni que tampoco le afearán por ello. En realidad el hacer de Scott se parece mucho al de Michael Curtiz. En consecuencia el éxito de sus películas borra su nombre. Quizá para evitarlo, Scott, con casi 80 años, ha decidido abrocharse a sus dos más celebradas obras: Alien y Blade Runner. Así, esta nueva entrega, superior a Prometheus, abunda en cruzar la pasión por los androides, su trágico destino de criaturas creadas por el hombre, con Alien, el apocalipsis que (nos) vendrá del espacio. Sin desvelar la sorpresa que se cultiva en el seno de Alien: Covenant, sin explicar ese interesante quiebro de guion, un caracoleo argumental que recupera el mejor Scott de distopías y cuentos fantásticos, estamos ante un suerte de grandes éxitos del creador de Thelma y Louise. Publicista antes que realizador, director antes que autor, Scott incluso en sus obras menos afortunadas, saca provecho de todo. Es un solvente profesional de mirada estrábica empeñado en lograr prestigio y dinero. Ahora, nunca cederá a la tentación de perder lo segundo por ganar lo primero.

En Alien, que durante muchos minutos ofrece un vigor extraordinario y unas cuantas ideas de notable intensidad y elocuencia, habita mucho de lo más logrado de Scott. No en balde estamos ante su mejor creación aderezada con los ecos tomados de Philip K. Dick y su reflexión simbólica sobre la creación del ser humano, sobre dios y sobre los robots. En Prometheus, la cosa se hacía transcendente, aquí, se rebaja lo divino para descubrir en lo artificial la eterna maldición de saber que lo que nos acaba matando es lo que hemos creado.