Yo me limito a trasladar la cuestión a nuestro ámbito de actuación y pregunto: en la cocina, si quieren ustedes en la gastronomía, ¿la suma de dos exquisiteces da siempre una exquisitez mayor? Aquí sí que, evidentemente, la respuesta es negativa. En algunos casos, es así; en muchos otros, ambas se declaran incompatibles e, irremediablemente, una acaba anulando o, al menos, disminuyendo mucho las cualidades de la otra.
Pero siempre hay margen para la sorpresa. Vean ustedes la combinación que reproduzco aquí: “Llegaron a la mesa tres platos de anchoas en salmuera, bien limpias de espinas, cubiertas con un excelente aceite de oliva y con un ligero pellizco de orégano por encima. Otro mozo llegó con una buena trufa de las Langhe (región piamontesa famosa por su trufa blanca) y, con un cuchillo especial, empezó a hacer caer finísimas rodajas sobre las anchoas”.
El plato aparece en la excelente novela histórica, policíaca y gastronómica a la vez El banquete, de Orazio Bagnasco. Es un plato que prepara para sus dos invitados el maestro Stéfano, cocinero mayor de Ludovico Sforza, llamado el Moro, señor de Milán en la segunda mitad del siglo XV.
Época de gloria de la cocina italiana, con exponentes como el maestro Martino da Como, cuya obra alcanzó renombre al ser traducida el latín por Bartolomeo Platina bajo el título de De honesta voluptate et valetudine (De los placeres honestos y la salud), o, en la corte de Nápoles, por Robert de Nola, que escribiría en catalán su Llibre del Coch.
Bien, los invitados del maestro Stéfano, ante el nuevo plato, reaccionaron negativamente: “Os habéis equivocado de veras: son dos sabores incompatibles”. Así, a priori, yo pensaría lo mismo. En la novela, ambos comensales quedaron cautivados por la combinación. Bueno, pensé yo, cosas de la literatura que mezcla ficción con historia.
Pero un día, por otro motivo, fui a mirar qué decía de las anchoas en salazón mi añorado amigo Marco Guarnaschelli en su monumental Grande Enciclopedia Illustrata della Gastronomia. Y me encontré con una receta de anchoas trufadas, que el autor señala que es “típica de le Langhe”: “Poned una capa de anchoas desaladas, bien limpias, en un plato hondo, mejor de barro. Sobre ellas, poned una capa fina de rodajas sutiles de trufa blanca, luego otra de anchoas y encima otra de trufa. Dos capas -advierte la receta- son el mínimo, pero pueden ponerse más. Bañadlo con un aceite extra virgen de oliva, moved el plato para que el aceite penetre bien, tapadlo y conservarlo al fresco. Se puede comer a partir del segundo día “y se conservará durante una decena de días”.
mezcla de sabores Begnasco era genovés, y las Langhe limitan con Liguria. Así que ya fui entendiendo de dónde sacó el autor la receta en cuestión. Saber que es un clásico me tranquiliza bastante, pero supongo que tendría que probarlo para convencerme. Dos joyas semejantes juntas... Pues a lo mejor, sí.
Un personaje ya del XVI aficionadísimo a las anchoas en salazón era el emperador Carlos V, nuestro Carlos I. Cuentan las crónicas que, cuando iba de viaje, es decir, casi siempre, ordenaba que le precedieran sus queridas anchoas en conserva, para poder disfrutar de ellas al llegar a destino. Iban, según esos cronistas, en barrilitos de madera, bien estibadas.
Tengamos en cuenta dos cosas: la primera, que la lata de conservas de hojalata no se inventó hasta 1810 y no se usó comercialmente hasta tres años después; la segunda, que la industria de la conserva de la anchoa en Santoña es cosa también del XIX, desarrollada por italianos instalados allí precisamente por la abundancia (y baratura, se supone) de la materia prima.
Pero mucho después de que se inventara la lata, seguían empleándose para determinadas preparaciones, más bien semiconservas, los barrilitos de madera. Vayamos a nuestro conocido Picadillo. En su receta de ostras en escabeche, que atribuye al cura de Rianxo, al parecer muy amigo de su padre “cuando era yo muy pequeño”, puntualiza.
Al parecer, el eclesiástico les hacía llegar varios regalos en Navidad, regalos todos ellos comestibles, entre los que el autor destaca “unos barrilitos de ostras en escabeche capaces de satisfacer el paladar del gastrónomo más exquisito”. Ya ven: sin pretenderlo, hemos acabado ligando las anchoas con las ostras, seguramente dos de los mejores sabores de los muchos buenos que el mar ofrece.
Claro que, hasta hace verdaderamente muy poco, las ostras eran un símbolo del lujo gastronómico y las anchoas (bocartes o boquerones por otros nombres) carecían de cotización. Hoy, las ostras están al alcance de quien quiera saborearlas, pero las anchoas han sufrido una revaluación que las ha llevado a la categoría de joyas de nuestra despensa. Y es que lo son.