Pamplona - “Soy deudor de muchas tradiciones, muy poco inventor, un procesador de cosas, como una Thermomix literario”... Quien así habla es Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943), que pasó ayer por Pamplona en una de sus primeros actos públicos tras la concesión del Cervantes.
No sé si es mucho premio tener que atender a tantos periodistas, habida cuenta de que no es muy amante de salir en los medios.
-Ni amante ni enemigo. Todo lo que forma parte de un trabajo que uno quiere y en el que está a gusto, está bien. A mí me sirven de mucho las entrevistas; siempre considero que son más interesantes las preguntas que las respuestas, porque las preguntas me permiten ver dónde estoy y quién soy.
La noticia del Premio Cervantes le sorprendió en Londres, donde pasa largas temporadas, ¿le aburre España y el ‘trincherismo’ permanente en el que estamos instalados?
-No estoy en Londres como un exilio de unas circunstancias insoportables. Me gusta cambiar, soy trashumante por naturaleza. Hay personas que tenemos que estar cambiando continuamente y otras que no pueden dejar de vivir en su barrio. Son maneras de ser ya de nacimiento. Cuando estoy en un sitio, me quiero ir a otro, así que me dedico a ir y a venir de Londres a Barcelona. Además, en Londres estoy muy tranquilo, allí no tengo la vida social que hay en España, que es muy intensa y demasiado absorbente. Y es verdad que estar alejado de los problemas cotidianos, de esta especie de mal vivir que hemos adquirido es saludable. Cuando uno vuelve, eso sí, dice ‘¡caramba!, seguimos peleándonos por lo mismo’. (Ríe).
¿Nos tomamos todo demasiado en serio?
-Hay un defecto que trae consigo el bienestar, que es crearnos problemas a veces innecesarios. Recuerdo que cuando España era un país pobre y en circunstancias poco envidiables, viajaba al extranjero y veía aquellos países ricos donde la libertad y el lujo iban de la mano y pensaba qué era absurdo que estaban todo el día peleándose en vez de disfrutar. Y cuando en España entramos en el club de los ricos empezamos a hacer lo mismo, a pleitear con nosotros mismos, a enfrentarnos los unos con los otros, cuando antes estábamos todos en lo mismo, intentando encontrar un sitio al lado de la estufa. Debe de ser parte de la naturaleza humana. Hoy cualquiera que mire un periódico puede ver, por un lado, lo que está pasando en Alepo y, por otro, una pelea por unos presupuestos. ¡Madre mía, qué dos mundos tan distintos!
Últimamente ha comentado que lee más libros ingleses que españoles, ¿le parece tan birriosa la literatura de aquí?
-No, todo lo contrario. Siempre me ha gustado más leer libros en otros idiomas; leer como extranjero. Una vez, un profesor alemán me dijo que esto se llama tener conciencia lingüística. El hecho de leer en un idioma aprendido me permite apreciar mejor la textura del material. En realidad, leo de todo; como estoy en Inglaterra y la literatura inglesa y la americana son más divertidas y amenas, quizá lea más eso, pero estoy al día de lo que se publica en España.
Acaba de obtener el Premio Cervantes un escritor del que un censor dijo que no sabía escribir...
-También es verdad que lo dijo hace muchos años, a lo mejor he ido aprendiendo con el tiempo. No sé si aquel juicio era acertado o no, sí era sincero, él dijo lo que pensaba. Y yo también he pensado sobre eso, él tenía una parte de razón, porque lo estaba valorando desde un lado de la literatura que estaba a punto de cambiar. No pensaba así solo por ser censor, sino también por antiguo.
La concesión del premio a Eduardo Mendoza ha generado una reacción casi unánime en los círculos culturales, algo nada habitual.
-Una de las partes buenas del premio es que ha generado una especie de manifestación unánime y coral de cariño, con algunas críticas también en las redes sociales, que la verdad es que no frecuento, pero siempre me llegan comentarios y sé que hay quien ha dicho cosas como ‘retírate’, ‘estás acabado’, ‘eres un tostón’... Pero en general ha habido una muestra de cariño.
Será que algo ha hecho bien durante todo este tiempo.
-Seguramente (sonríe).
De todo lo que han dicho sobre usted estos días y de los calificativos que le han asignado estos días, ‘discreto’, ‘caballero’, ‘genuino’... ¿qué es lo que más le ha sorprendido?
-Lo de ‘discreto’, ‘caballero’ y todo eso siempre me choca un poco, porque yo me veo de una manera muy distinta, pero, claro, es que ni siquiera la imagen del espejo es la que uno tiene de sí mismo. Yo creo que soy víctima de un malentendido muy beneficioso.
Más que nada porque se suele definir como un gamberro.
-Sí, yo me considero un gamberro y un delincuente común que hasta ahora no ha sido atrapado; pero la gente me ve como una buena persona, que siga el engaño (ríe).
Cuando publicó ‘La verdad sobre el caso Savolta’, recientemente reeditada con su título original, ‘Los soldados de Cataluña’, se le calificó de renovador de la narrativa española, ¿le pesó la presión?
-Ahí se produjo un caso de oportunidad. Esa renovación ya estaba hecha, había un tipo de novela que apostaba por lo que Fernando Savater llamó la ‘infancia recuperada’, el gusto por la narración, por las aventuras de Tarzán y de Sherlock Holmes, y eso ya lo estaban haciendo Vázquez Montalbán, Javier Marías, Juan Marsé... Lo que ocurre es que mi novela salió en un momento muy importante, el mismo año de la Transición. Yo he tenido dos golpes de suerte: el caso Savolta fue la primera novela de la Transición porque coincidió así, y La ciudad de los prodigios se publicó en 1986, que es el año en que Barcelona fue declarada ciudad olímpica y comenzó su transformación. No sé si las novelas abren una época o la época abre las novelas. Son factores extraliterarios que también juegan, claro.
¿Cuando publicó la primera novela pensó que iba a acumular 15, entre otros textos, y que iba a alcanzar el reconocimiento que ha obtenido?
-Pensaba que iba a escribir toda mi vida, pero cuando escribía ni siquiera pensaba que me iban a publicar. De hecho, hice el vía crucis de todo escritor por las editoriales cargado con una cartera grande porque el manuscrito ocupaba mucho. Solo sabía que seguiría escribiendo porque era lo que me gustaba hacer. Ya me ganaba la vida de otra manera, pero en mis ratos libres mi forma de estar en el mundo era la escritura. Y no fue hasta pasado muchos años, pero muchos, que no dejé de hacer trabajos que por otro lado me gustaban mucho.
¿Habla de la enseñanza?
-No, la enseñanza me fue muy útil, recuerdo con mucho cariño a los alumnos. Las personas no saben hasta qué punto el profesor, que es un ogro al que se maldice, se preocupa y se desvela sobre todo por el mal alumno, al que no puede dejar pasar porque sería absurdo aprobar a todo el mundo, cosa que se está haciendo ahora y así pasa lo que pasa. En realidad, tengo mucha añoranza de mi trabajo de intérprete, que era muy bonito.
Lo que está claro es que con varias de sus novelas nos anticipó lo que está pasando en Barcelona y en tantas ciudades, la influencia de esos prodigios que las han cambiado hasta hacerlas casi irreconocibles.
-Por supuesto, yo no reconozco Barcelona. Esta transformación de las ciudades es un fenómeno reciente. Antes había ciudades a las que había que ir porque mostraban cosas fantásticas, pero eran muy pocas, París, Roma, Venecia y Florencia. Pero las visitas a las ciudades para ver sus tiendas, sus bares, sus restaurantes es algo de hace poco. Yo lo vi en Nueva York. Cuando vivía allí era famosa por sus rascacielos, pero también indeseable, peligrosa, sucia... Y de pronto se convirtió en un lugar adonde todo el mundo quería ir. Aquello me pareció muy interesante y escribí sobre el cambio de Barcelona, que también había pasado, en el siglo XIX, de ser una ciudad medieval, asquerosa, a ser una ciudad moderna, industrial, con su burguesía, su música, a imitación de París, y, sin embargo, había vuelto a caer en la decadencia. Lo curioso es que cuando estaba escribiendo eso, se produjo su nueva transformación y de ser una ciudad a la que no iba nadie, hoy es un lugar en el que no hay más que turistas.
En la conferencia de Civican va a abordar el humor en su obra, ¿diría que es la esencia de su trabajo?
-Se ha convertido un poco eso, no era mi intención al principio, luego sí que he escrito novela de humor. Aunque también he escrito otro tipo de novelas, quizá incluso más, más largas y con más ambición literaria, pero, bueno, las que han funcionado han sido estas y estoy muy contento de que así haya sido.
Alguna vez ha comentado que sus novelas tienen la virtud y el defecto de que son cómodas de leer, ¿por qué esto es un defecto?
-No es un defecto de la novela en sí, lo que ocurre es que mis libros se dan como lectura en las escuelas porque son fáciles de leer y creo que así se mal acostumbra a los estudiantes y a los jóvenes en general a buscar en la literatura solo diversión, lo cual es un grave error, porque la literatura no puede competir con los videojuegos, que son mucho más divertidos, o con las series de televisión. La literatura es una cosa que a veces requiere esfuerzo, incluso puede ser aburrida, pero tiene otro tipo de compensaciones, no hay que esperar solo risas. En mis tiempos, la asignatura llamada Literatura era un peñazo, había que aprender sonetos de Góngora y luego había lecturas divertidas, y hay que volver a recuperar esa asignatura, es parte de la formación humanística del ciudadano. Igual que las matemáticas, nadie las enseña diciendo que son muy enrolladas, hay que aprenderlas y ya está.
Estos días también le han enmarcado en la tradición cervantina.
-Decir que estoy en la estela de Cervantes suena un poco pretencioso, pero sí es verdad que Cervantes es un gran escritor, un gran artífice de la lengua y también un hombre muy simpático y divertido que nunca perdió el sentido del humor y con unas cualidades que cualquier escritor necesariamente ha de reconocer. Tiene una actitud con respecto a la literatura tan humana, tan cordial y tan amigable que uno se imagina tomando copas con él y comentando sus obras. No impone. Cervantes contagia su bondad y es una presencia innegable.
Cuando le anunciaron el premio, habló de que había llegado a un fin de ciclo, ¿a qué se refería?
-A veces pienso que tendría que retirarme, incluso podría llegar el momento en que me diera cuenta de que no tengo nada más que decir. En ese momento estaba bajo los efectos de la sorpresa y en la rueda de prensa dije lo que pienso, que es una manía que tengo que me ha creado algunos problemas... Dije que igual era un buen momento para salir por la puerta grande y cortarme la coleta, porque si no, igual terminaba revolcándome por el suelo delante del toro. Ahora mismo pienso qué haría yo si me retiro. No me voy a sentar en un banco a ver pasar a la gente... No sé estar en el mundo sin escribir.