Quienes repasen textos gastronómicos españoles del primer tercio del siglo XX se encontrarán, a la hora de mencionar una institución tan importante como el café, con abundantes referencias a algo llamado “media tostada de abajo”. Tiene incluso su propia receta en verso, obra del autor de zarzuelas Ramos Carrión: “coge el cuchillo y después / con la mayor equidad / divide por la mitad / un panecillo francés...” Luego se pone en la parrilla, sin dejar que se seque; se unta con abundante manteca de vacas y se sirve con algo tan madrileño como un café con leche. He escrito, como los autores de la época, manteca, y no mantequilla; el diminutivo estaba reservado a aquella manteca que llevaba incorporado azúcar, al estilo de la celebérrima mantequilla de Soria.
En aquellos cafés (”Suizo” o “Fornos”) de los llamados “felices veinte”, la media tostada de abajo era la reina de las consumiciones, hasta que un día a alguien se le ocurrió combinarla con el rey de la cocina de los cafés, el bistec, tapar la cosa con la media tostada de arriba e inventar el pepito de ternera.
La sustitución de los tradicionales cafés por los llamados café-bar primero y cafetería después, con sus barras, supuso también la desaparición de la media tostada de abajo; el panecillo francés perdió su hegemonía y se vio sustituido por el pan de molde o pan inglés, protagonista de los pronto populares sándwiches, que la gente consideró más elegantes que el bocadillo, y de las tostadas con mantequilla para el café de la mañana. Ciertamente, la diferencia entre un buen panecillo francés, que se seguía haciendo, pero dirigido más al consumo doméstico, y el pan de molde industrial era enorme, a favor del primero, por supuesto, que seguía siendo de panadería y no industrial; pero las modas son las modas.
Sin embargo, en los últimos tiempos parece que se están imponiendo en desayunos y meriendas las llamadas “barritas”: panecillos tipo francés, que se pasan por la barra y se sirven abiertas al medio, para que el cliente las unte con su acompañamiento favorito... que la mayoría de las veces no es mantequilla, sino aceite de oliva y, muchas veces, tomate triturado, que no hay que confundir con un ortodoxo “pa amb tomaquet” hecho con pan de campesino (”pa de pagès”) frotado con tomate. No ocurre lo mismo con otra forma clásica de presentar el pan para el café o el chocolate: los picatostes. Ángel Muro nos dice que el picatoste es la “rebanadilla de pan frita o tostada con torreznos, aceite o manteca”.
Supriman los torreznos, y se quedarán con la definición de picatoste que ofrece la flamante XXIII edición (2014) del Diccionario de la Lengua Española. El problema es que al leer “frito” nos surge la imagen de algo grasiento y pesado. No ha de ser así. Unos buenos picatostes son unos lingotillos de forma de paralelepípedo regular, de apetitoso color dorado, apenas tostado, ligeros, totalmente exentos de grasa. Una obra de arte, que agradece la compañía de un chocolate también ligero, es decir, a la francesa. Ustedes me dirán: pero lo español es el chocolate con churros. Sí. Pero por los tiempos de la media tostada de abajo, el chocolate (por supuesto a la española: las cosas claras, y el chocolate espeso) con churros no era algo para tomar en un salón de té, en un café elegante; era un producto verbenero, para consumir al aire libre, con nocturnidad.