BILBAO- Testigo de una década de cambios políticos, el periodista y escritor Eugenio Ibarzabal (Donostia, 1951) publica Días de ilusión y vértigo (1977-1987) (Ed. Erein), un rescate de vivencias a través de hechos políticos, un relato en perspectiva que ejerce la autocrítica a la soberbia de su generación. Un libro ajeno a lo correcto que deja en el autor una sensación de paz. ”Ha habido pena -confiesa-pero ha merecido la pena”.

¿Cómo definiría el libro? ¿Es un libro de memorias? ¿Es la crónica de una época en primera persona?

-Es un testimonio. Ahora que tanto se habla de construir relatos esto es lo que yo viví y actúe de ese modo. Es mi verdad y estoy convencido de que con verdades diferentes podemos construir cosas. Hay una frase de Orwell en 1984 que dice Quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro, es fácil decir que hay que hacerlo entre todos. Aquí está lo mío.

¿Ha sido un libro balsámico?

-Sí, he visto las cosas de otro modo, con más perspectiva y también que nunca pasa nada y cuando pasa ya no importa. Cuando estás harto de momentos históricos que no son tales y, sobre todo, el ver personas, comportamientos, vidas y tratar de entender por qué sin juzgar a unos y a otros. Me gustaría que quienes lo lean se fijen más en lo que hay que en lo que falta. He tratado de escribir lo que vi.

Arranca en junio de 1977 tras las primeras elecciones democráticas, ahí se clarificó el país ¿hoy tenemos un país clarificado?

-Fue pasar un gran filtro pero nunca hay una definitiva clarificación. Ahora el País Vasco vive una situación más estable pero en el mundo en el que nos estamos moviendo nadie sabe qué puede pasar. Entonces hubo unos mínimos de estabilidad que enganchó entonces con el escenario que teníamos en la etapa republicana cambiando algunas cosas, cuando era un escenario despreciado e ignorado por las nuevas generaciones entre ellas la mía. Fue como si la historia volviera darle a la aldaba y dijera: “he vuelto”. Por eso, para mi fue muy importante saber qué pasaba con la generación anterior, por qué lo hicieron, qué les pasó. El acercamiento a algunas personas claves como Mitxelena se inscribe en este asunto.

Precisamente su entrevista a Mitxelena en 1977 vertebra esta historia?

-Me llama la atención cuando veo su nombre en tantos lugares, pero en aquel tiempo significó muy poquito salvo para las personas vinculadas a la unificación del euskera. Él mismo se sintió olvidado y no reconocido, como tantos otros.

¿Cómo llegó a él?

-Yo tenía algunos contactos familiares que me permitieron acceder a él pero estoy convencido que no había ido a escucharle absolutamente nadie. Estaba solo, no obviamente en el mundo del euskera, pero sí en el plano político e histórico. Su propio hijo me dijo que no conocía la vida de su aita porque no la había contado ni él, una historia maravillosa, la de un superviviente. Fue una generación que no pudo trasmitir porque se trataba de historias tristes, duras, esas cosas no gusta contar y existe ese vacío en las nuevas generaciones que, en el caso de la izquierda abertzale, dicho con todo el respeto, se tradujo en una ignorancia que acaba deviniendo en esa idea de que la historia empieza conmigo. Es una situación que se repite, pero entonces había una soberbia que nos dominaba a las nuevas generaciones. Por esa razón me gustaría que si a alguien le pudiera interesar, aquí lo voy a contar para que a nadie le pase lo que pasó conmigo.

Algunos capítulos mezclan el clima político con episodios familiares. Lo que sucedía en las casas era parte de un devenir político.

-Lo hago con el afán de situar cómo era el escenario en el que alguien como yo vivía. No me considero una persona excepcional, les pasó a otros muchos y en ese contexto se sitúa, por ejemplo, lo que supuso la pérdida de la fe religiosa, el compromiso, en un mundo en el que la política era muy importante por mucho que se diga lo contrario. Se dice que era una especie de abandono, que no había conciencia. Pues no. La gente vivía, porque necesitamos vivir, pero la política estaba constantemente ahí. Además cuando se está en clandestinidad no se ve casi nada, es un mundo de cuatro gatos que hablan entre sí y donde muchos de los errores se explican ahí, viviendo en este país. Es de una soberbia enorme, despreciábamos tanto a la gente con esa expresión de que “nosotros estamos concienciados, la gente no”... Eso es de una gravedad enorme.

Hay algunos episodios que narra tenidos por momentos históricos que, dice, no fueron tanto ¿por ejemplo?

-La escisión del PNV dejó heridas pero realmente a los tres años había una cierta reconducción, uno hubiera pensado en el trauma absoluto y realmente no pasó para tanto. El interés que tiene para mi aquel momento se basa en los juegos de tipo personal: cómo funcionamos y actuamos, cómo perdemos la perspectiva. Cómo un partido demócrata con un pasado antifascista en muy poco tiempo se pelean, se insultan, las familias se enfadan. Las ideologías explican muy poco, son argumentos que nos damos para justificar comportamientos detrás de los cuales hay intereses respetables y a veces no tanto. No es lo que se dice es lo que se hace.

¿Qué figuras le marcaron en aquel tiempo, tanto a nivel político como anónimo?

-Todos tuvieron significación, no solo los que cito. Yo tuve maestros, alguien que te hace pensar. Mitxelena, Caro Baroja, Lezo, más solo que la una con sus remordimientos religioso de la última etapa y su capacidad de aguante. Xabier Lete, habíamos peleado juntos y nos quedó una conversación pendiente. Entre los no conocidos, Luis Errandonea, ahí con su enfermedad, con su ELA y veo su sonrisa, alguien que acabó viviendo de la tertulia que formó alrededor. En Donostia el bar Aurrera estaba lleno de demócratas, la otra referencia era la casa de Luis Errandonea.

¿Y las figuras políticas?

-Roman Sudupe, un señor, lo pasó muy mal, tuvo capacidad de sacrificio, de ceder. Existe la elegancia política porque existe la gente elegante, está relacionado con el autocontrol. Juan de Ajuriaguerra fue un fuera de serie, tengo la impresión de que Ramón Rubial era algo parecido, como Chillida. Tiene que ver con mantenerse de una manera determinada en situaciones difíciles.

¿Dónde están las mujeres?

-Era un mundo de hombres pero me gustaría citar a Delia Lauroba, se la jugó, Bittori Etxeberria, Itziar Mujika. “Yo, espía?, solía decir. Y era como si le llamaran una cosa fea. También la mujer de Oteiza, Itziar Carreño, era la serenidad.

Hay un capítulo dedicado a los “hombres oscuros” ¿Fue el Fouché en su época en el gobierno?

-Fue poco agradable ser acusado de estar tramando cosas, como el que hace de noche lo que no puede hacer de día. A mi me pasó eso porque a otras personas les costaba dar la cara, o no sabían o no querían, y a mi me tocó dar las explicaciones. En este libro algo de eso estoy tratando de hacer, contar cosas que muchos no se atreverían a contar. No es un libro ortodoxo, yo no he querido quedar bien.

El libro acaba con una frase de Balzac: “Nada hay más insoportable que un hombre afortunado” ¿Hay algún ajuste de cuentas?

-El ajuste de cuentas es conmigo, quien lea el libro va a ver autocrítica y referencias a la soberbia personal en mi caso pero también ingenuidad. Es un modo de poner las cosas en su sitio.