el pasado miércoles comenzó el debate de investidura para ver si hay o no Gobierno con el candidato Rajoy, desgranando la margarita de apoyos en un ejercicio recogido por las cámaras del Congreso de los Diputados que fabrica la señal institucional oficial que llega a las cadenas que lo demandan. El canal público estatal 24 horas lo ofrece en su totalidad, posibilitando seguir segundo a segundo en vivo y directo las secuencias del debate entre candidato y portavoces de las diversas fuerzas políticas asentadas en la Carrera de San Jerónimo.
Esta es una práctica mediática habitual desde los tiempos iniciales de la transición democrática, retransmitiendo el acto en su totalidad, en clara muestra de transparencia y apertura del sistema democrático naciente. Plantar las cámaras en el hemiciclo para transmitir sin manipulación alguna lo que ocurre es buen ejercicio de pedagogía democrática, en el que diferentes oradores con mayor o menor fortuna debaten sobre los temas que interesan a la ciudadanía.
Un debate de esta naturaleza puede resultar animoso ejercicio de consumo televisivo o por el contrario pesado y plomizo encuentro mediático entre representados y representantes. Cierto que al saberse el resultado de la investidura antes del desfile de protagonistas se resta interés televisivo a lo que ofrezcan las cámaras, que sujetas a un rígido control de señal institucional, poco pueden hacer para alimentar el interés de los televidentes, que ya saben qué enfoques van a facilitar las cámaras, qué secuencias se van a concatenar, desde qué ángulos nos van a dar los tiros de cámara seleccionados, en una realización fría, repetitiva y funcionaria. Las posibilidades expresivas de un acto televisado, la tele en directo es la mayor potencia comunicativa mediática, son muchas, pero están encorsetadas en los parámetros de señal institucional.