Cuentan que el Ampurdán (L’Empordà) surgió como fruto de los amores de un pastor y una sirena; si esto es así, nada más lógico que allí naciera ese plato que fue el germen del llamado mar i muntanya (mar y montaña): el pollastre amb llagosta (pollo con langosta).
Uno de los ampurdaneses más notables, Josep Pla, dedica al plato algún párrafo en la exposición de motivos de su libro gastronómico El que hem menjat (Lo que hemos comido), libro, hay que decirlo, lleno de nostalgia y, en consecuencia, pesimista y nada constructivo, aunque interesantísimo.
Pla habla de las mezclas de carne y pescado en la cocina ampurdanesa, y afirma que mientras se mantuvieron en los límites de la cocina familiar “dieron lugar, a veces, a muy buenos platos”.
Y especifica: “Por ejemplo, la langosta con pollo que comí, cuando era niño, en casa. Si se acierta, la combinación de elementos tan opuestos, casi aberrantes, bien ligados por el sofrito, uno de los denominadores comunes de nuestra cocina, puede resultar muy agradable”. Así es. Aun así, califica la mezcla de “muy arriesgada”.
Saltemos de Josep Pla a mi viejo amigo californiano Colman Andrews, autor del más ameno de los libros sobre cocina catalana, de la que se enamoró.
Sostiene que el plato nace en un tiempo en el que el pollo resultaba más caro que la langosta, las cigalas o los langostinos; criar pollos requería invertir tiempo y dinero; obtener marisco, echar la red al mar de la Costa Brava.
Por otro lado, el transporte y la propia conservación de la langosta, en tiempos en los que ni se soñaba con los frigoríficos, era algo complicado.
Entonces, a alguien se le ocurrió “estirar” con unas langostas, antes de que se echasen a perder, un guiso de pollo, quizá de esos pollos que Pla llamaba anarquistas, los gratapallers (literalmente, pica pajares). Por supuesto, con el indispensable sofregit y la no menos imprescindible picada.
Ojo: el mar i muntanya original no es un plato surgido de la yuxtaposición de elementos distintos, sino un conjunto armónico, en el que pollo y langosta intercambian sus jugos, se hacen juntos; hay mucha diferencia.
Por supuesto, la idea no era nueva. Sin necesidad de remontarse al recetario romano de Apicio, en el XIX hay platos que combinan corral y, si no mar, sí al menos ríos. Es el caso del pollo a la Marengo, plato con partida de nacimiento, surgido tras la batalla ganada por el entonces general Bonaparte a los austriacos en la localidad italiana de ese nombre.
El cocinero de Napoleón, Dunand, hubo de aprovisionarse sobre el terreno, después de la batalla. Encontró un pollo, aceite, unos huevos, ajos, unos cangrejos de río... y con todo ello cocinó un plato que fue del agrado del futuro emperador y, lógicamente, se puso de moda en Francia, eso sí, con las más curiosas variaciones.
Ni Ángel Muro ni la condesa de Pardo Bazán mencionan el mar i muntanya en sus obras de finales del XIX y principios del XX, si bien la escritora coruñesa incluye en sus recetarios un plato de perdiz con ostras.
Tampoco lo recoge la Marquesa de Parabere, que sí ofrece una receta de langosta (a la Costa Brava) en la que entran caracoles, no marinos, sino terrestres; Pla nos dirá años después que los ampurdaneses son muy amantes de los caracoles.
Néstor Luján y Juan Perucho reproducen una receta más o menos ortodoxa en su Libro de la cocina española (1970), pero no entran en más averiguaciones.
De todas maneras, y precedentes franceses aparte, la mezcla de los más diversos elementos procedentes del corral y la lonja es un clásico, al menos en la cocina de inspiración mediterránea: recuerden que Julio Camba, cuando describía la paella (él le llamaba paella) al patrón de un restaurante de París al que solía acudir con un grupo de amigos, empieza así: “Imagínese usted que la buena paella tiene de todo: pollo, anguila, calamares, almejas, cerdo, guisantes, arroz, caldo...”. Ahí le para el francés: “¡Es imposible!”. Pero eso es lo que la gente llama “paella mixta”, que, por lo menos, lleva pollo y langostinos. Vamos, como una versión de mar i muntanya.
Que hay muchas. El citado Andrews, en su libro, incluye tres recetas: una, bastante ortodoxa: pollo con cigalas. Otra mucho más barroca: conejo, caracoles, rape, sepia y cigalas. Y una tercera que él mismo llama afrancesada: conejo, cerdo, lenguado y mejillones.
Pollastre amb llagosta. O amb escamarlans (cigalas), dos mariscos cuya mayor virtud, más allá del sabor, es su textura, inigualable cuando están hechos en su punto.
Las amas de casa ampurdanesas lo hacían en tiempos en los que nadie hablaba de tecnología punta, cuando para el éxito de un guiso era fundamental lograr la armonía entre todos sus ingredientes, con una salsa que fuese el nexo común, la conexión.
No: aún no se conocían los platos combinados, ni los de cafetería ni los que propone hoy la cocina tecnológica.