la noche electoral tiene mucho de noche de Walpurgis, noche del dios de la lluvia cayendo sobre los candidatos y noche celestial de laurel, triunfo y alegría para quien ha ganado realmente las elecciones en medio de una parafernalia mediática que no hay quien pueda con ella y sus circunstancias resultadistas que no hay Dios que pueda obligar a aceptar de una vez por todas la realidad electoral y admitir el batacazo, la desilusión y la cruda evidencia de lo que es perder y ganar en una contienda por el voto de la ciudadanía. El paseíllo ante los micrófonos de radios y cámaras de teles, de los patrones mayores de las traineras electorales es un patético ejercicio de enroscamiento dialéctico que mueve más a la risa descarnada que al análisis certero de lo que han dicho las urnas, como si el personal fuera tonto del bote y se tragase las piedras de molino como simples galletas de matute electoral. Mientras unos que simplemente han arañado el 13% del electorado se contentan con defender su exigua renta ciudadana aminorante, otros sacan pecho diciendo que son el primer partido de la izquierda y jefes de la oposición en el nuevo Congreso de los Diputados. Mientras unos exhiben cara de circunstancias y hablan de insatisfacción y desilusión, otros pregonan que aún es tiempo de reaccionar y recuperar el paraíso perdido de la confianza ciudadana. Todos los perdedores, que son todos menos uno ya que la victoria no admite más espacio que el de quien ha obtenido más votos y más escaños, así de simple, se apuntan al paripé ridículo de vender humo y desaprovechar palabrería en aras de no se sabe qué objetivo inconfesable de hacer el ridículo ante los espectadores. Es un tic de la vieja política que habrá que corregir y no hacer el canelo ante el difícil trago de admitir la derrota propia y la victoria del contrincante. En cualquier caso, ¡qué noche trilera la de aquel nefasto día!