Vitoria - Fue en el Campeonato Mundial de Ajedrez de 1972. A un lado, Bobby Fischer. Al otro, Boris Spassky. El lugar, Reikiavik, aunque en realidad, en plena Guerra Fría, los bloques norteamericano y soviético -y con ellos todo el mundo- estaban en la ciudad islandesa. Ganó el primero. Perdió el segundo. Eso sí, ambos acabaron sus respectivas vidas rechazados por sus países de origen, a los que en teoría representaban en aquel momento histórico que trascendió lo competitivo y que el año pasado le sirvió como excusa perfecta a Juan Mayorga para estrenar el segundo montaje en su carrera en la que es dramaturgo y director al mismo tiempo.

Como a veces es imposible distinguir a los ganadores de los perdedores, el autor madrileño utiliza a dos personajes a los que bautiza con batallas en las que no triunfó Napoleón (Waterloo y Bailén) para, a través de ellos, dar vida a Fischer y Spassky, pero no sólo. De eso se encargan Daniel Albaladejo y César Sarachu, quienes se reencuentran en el teatro después de coincidir hace ya unos años en televisión. En medio de ambos, se encuentra Elena Rayos, que se convierte en un joven muchacho al que tanto los ajedrecistas como el momento histórico que protagonizaron le pillan en otro universo.

A partir de ahí, Mayorga plantea un montaje sobre las miserias del ser humano, el desamor, el capitalismo y el comunismo, la soledad... es decir, sobre esas distintas partidas que juega la vida y lo hace, como la propia existencia, sabiendo que en cada momento hay espacio para la comedia, el drama o la tragedia. Todo ello configura Reikiavik, que llega hoy al Principal para representarse a partir de las 20.30 horas en un escenario que todavía tiene entradas a la venta por 18, 12 y 6 euros.

“Estamos en un momento muy delicado para el teatro pero en esta obra podemos sentirnos afortunados porque nos están funcionando las cosas, somos como un oasis”, apunta Albaladejo, quien subraya que la obra de Mayorga “tendrá una vida larga mucho más allá del trabajo que nosotros estamos haciendo ahora”.

Para justificar ese convencimiento, los intérpretes se basan, en primer lugar, en el propio trabajo de un dramaturgo y director que, como lamentan, no está todo lo bien considerado que debería en el Estado frente al reconocimiento que tiene en el ámbito europeo. En segundo, en la propia historia, compuesta a su vez por varios relatos y personajes a los que ellos dan vida, un argumento con distintas caras al que ellos también aportan lecturas que “a Juan no se le habían ocurrido”. Y en tercero, en un público que tiene la “valentía” de “dejarse atrapar” por una producción que reclama “un espectador activo”.

En esa búsqueda de público, los tres tienen claro que la edad y la lejanía generacional con los hechos no supone ningún problema con los espectadores jóvenes, sino todo lo contrario.