Vitoria - No hay un hueco libre en su taller. Aún así, nada parece desordenado o fuera de sitio. “No creas, no suele ser así”, apunta con una sonrisa. Entre las paredes del estudio se respira creación y familiaridad. Javier Ortiz de Guinea hace un paréntesis para conversar. Los pinceles descansan.

A estas alturas, ¿la pintura todavía le tiene algo que enseñar?

-Mira, suelo ir a Madrid y a Barcelona cada tres o cuatro meses, cuando hay alguna exposición que me interesa de manera especial. Voy un par de días, me veo esas muestras, visito un par de galerías y me vengo a Vitoria. Cuando regreso, pienso: yo ya pinto, pero cómo pintan los genios, cuánto me queda por hacer todavía.

¿Recuerda lo que dibujaba cuando era crío?

-Perfectamente. Me gustaba mucho pero, bueno, hacía cosas de chavales. De alguna forma, había que reglar aquello y tuve la gran suerte de ir a la Escuela de Artes y tener como profesor a Rafa Lafuente. Era un preciosista del dibujo, muy exigente con la línea. Verle trabajar, cómo hacía los trazos, cómo miraba... Fue una suerte.

Después vino el trabajo en Fournier.

-Y estar rodeado cada día de gente maravillosa, de dibujantes de lápiz, goma y pincel. Fue encontrarse con Jesús Gargallo, Armando Llanos, Félix Llamosas, Maribel Ibáñez de Sendadiano, Claudio Aberásturi, José Antonio Arenaza... Era una maravilla porque estabas en tu tablero dibujando, dabas una vuelta por la sección y aprendías de manera constante con lo que estaba haciendo cada uno.

No fue con los únicos con los que compartió camino.

-No. De hecho, cuando tenía unos 20 años tuve la suerte de conocer aquí a pintores como Enrique Pichot, Enrique Suárez Alba, Emilio Lope, Florentino Fernández de Retana... Esta gente, en aquella época, iba con su caballete a las afueras de Vitoria y hacía unos paisajes que eran... O subíamos a la almendra y cualquier detalle entre callejuelas se dibujaba. Eso fue un aprendizaje estupendo. Tenías al lado a unos maestros vitorianos a los que, lamentablemente, no se les recuerda demasiado. Mira a Carmelo Basterra, por ejemplo, un acuarelista impresionante. Iba con ellos y con el caballete o el cuaderno y les veía dibujar. Así empecé también a hacer cosas de Vitoria. Me acuerdo de una exposición que hice una vez con 30 cuadros sólo de La Florida y todos distintos. Empezar con ellos y luego ir a Fournier fue esencial.

Es curioso, porque no pasa con otros creadores, que cuando se habla de Javier Ortiz de Guinea muchos se refieren a usted como retratista, no como pintor. Se lo toma como una forma de minusvalorarlo o...

-No, no, para nada. Efectivamente, he tenido la suerte de que me encargaran retratos de personajes de Vitoria. No me gusta que digan que soy el retratista de la corte alavesa porque no sólo he pintado a políticos, que también. Sobre todo he sido pintor de la vida vitoriana. Cuando me dicen que soy el cronista de una época de Vitoria, eso sí lo veo más acertado. Micaela Portilla, Carmelo Bernaola, Félix Petite... Gente que ha sido alguien en esta ciudad y que he podido pintar. De hecho, estoy muy contento de estar dejando esa huella. De todas formas, no haces buenos retratos si no dibujas bien.

¿Qué se requiere?

-Mucha precisión y atención. Probablemente haciendo un paisaje puedes tener un poco más de libertad en el trazo, en el concepto, en el volumen. En el retrato mis mentores fueron Ricardo Macarrón y Félix Revello de Toro. De ellos, estando en sus talleres, no sólo aprendí, sino que además fueron los que me dijeron: “Javier, lo tuyo es el retrato”. Y me enseñaron algo fundamental, que una de las cuestiones que más tienes que cuidar son las manos. Es lo que puede hacer que te cargues una obra. Pero bueno, también hago paisajes, bodegones... Mil cosas.

¿En el taller como en ningún sitio?

-Por supuesto.

¿Suelen venir jóvenes artistas a aprender como iba usted en otros tiempos?

-No. Alguna vez, algún chico de la Escuela de Artes y Oficios me ha pedido venir pero...

A esta ciudad le acaba de dedicar su segundo libro, ‘Vitoria-Gasteiz en acuarela y verso’.

-De la pintura no te puedes jubilar. Estoy todos los días dibujando, pintando, viendo cuadros y libros de arte, y un buen día me dije: voy a la parte vieja y voy a dibujar este edificio. Fui haciendo poco a poco hasta que un amigo que suele venir al estudio me preguntó que qué iba a hacer con todas las acuarelas y me sugirió lo del libro. Me lo tomé en serio. Estoy contento porque el producto final me encanta. Además, me dicen que se está vendiendo muy bien y que desde el Ayuntamiento de Vitoria están pensando en una segunda edición. Pues qué quieres que te diga, un poco de orgullo ya tengo.

¿Cree que la ciudad le valora lo suficiente como artista?

-La gente me conoce y sabe de mi quehacer. Tampoco hay que endiosarse.

A la hora de trabajar con ellos, ¿son peores los lugares que las personas o viceversa?

-Un paisaje o un bodegón, lo miras, decides desde dónde lo vas a captar y te dedicas a ello. Hacer un retrato es complicado porque todos tenemos dos ojos, una nariz y una boca, pero somos absolutamente distintos. Incluso mis hijas, que son gemelas, son absolutamente distintas. Cualquier detalle que te revela un rostro es importante captarlo. Puede sonar petulante decir que hay que ser un poco psicólogo en esto, pero algo hay. Ricardo Macarrón me solía decir que cuando ves a una persona a 30 ó 40 metros, la reconoces aunque no le estés viendo bien los ojos, la boca... Porque hay mil cosas que nos definen y son esas características las que tienes que buscar en la persona que retratas.

El hecho de hacer retratos a representantes institucionales hace que una parte importante de su obra esté en sedes oficiales como el Parlamento Vasco o la Diputación, por poner dos ejemplos. ¿Se siente ausente de los museos?

-En el Bellas Artes de Álava sí hay algunos cuadros míos, aunque no están expuestos, que tampoco es algo que me preocupe.

¿Si se encontrarse con aquel Javier Ortiz de Guinea de los años 60, que fue cuando empezó a exponer y a presentarse a concursos de arte, qué le diría?

-Le diría que hiciese lo mismo que yo, es decir, trabajar y dibujar, aunque la verdad es que desde que estoy jubilado pinto más. Hubo una época en la que daba clases de dibujo a padres y madres de San Viator y ahora me encuentro con algunos y me dicen que no siguen pintando. Yo eso no lo entiendo, es pecado dejar de pintar (risas). En cambio hay gente que sí sigue, que se ha apuntado a Artes y Oficios, que va a otras clases, que... Eso me gusta, me hace sentir bien pensar que les inicié en esto.

¿Cómo ve hoy la situación de la cultura en Vitoria?

-Creo que hay un gran interés y un movimiento muy interesante por parte de gente joven que es extraordinaria. Tienen mucha inquietud, no hay más que ver casi todos los días el periódico. Y te llaman para ver si quieres colaborar en esto o en lo otro. Pero no sé si las instituciones pueden, aunque yo creo que deben, dar respuesta a todo. Hombre, conozco más y tengo más empatía con gente cercana a mi edad como Carlos Marcote, José Antonio Fiestras, el genio de Mintxo... Hay muy buena gente aquí.

Por cierto, ¿cómo es en el papel de espectador de otros artistas?

-Soy bastante crítico, tanto en positivo como en negativo. Por ejemplo, fui a ver la exposición de los realistas de Madrid, con Antonio López, Isabel Quintanilla y esta gente, y aunque son unos dioses de la pintura, reconozco que me encontré con cosas que no me gustaron. También te digo que luego veo cuadros del mismo Antonio López y me pregunto: ¿Pero cómo ha hecho esto? Lo que es cierto es que no puedo ver una exposición sin tener la mentalidad de pintor. Imposible.

¿Qué no ha hecho nunca y sin embargo le gustaría afrontar?

-Es que he hecho bodegones, flores, paisajes, retratos, he pintando al óleo, acuarela, he dibujado al carbón, con tizas, con pasteles... Creo que he tocado todos los palos. De todas formas, lo más importante en esto es ser fiel a tu sentimiento. Yo, por ejemplo, no puedo hacer abstracto, pero no por nada sino porque no sé. Quiero ser perfecto en lo que sé hacer, en lo que siento mío. No puedes estar todo el rato cambiando según la moda que viene. Si no es lo tuyo, qué sentido tiene.

¿Qué se ha quedado para usted de su obra?

-Me gusta quedarme con, por lo menos, un cuadro de cada exposición. Y tengo aquí muchas acuarelas por las que ha habido gente que me ha pedido precio. Si tuviera de nuevo 35 años, a mis tres hijos, mi mujer y el piso sin pagar, igual me lo pensaba, pero ahora no. Además, todavía tengo hueco en las paredes de casa.