madrid - Una road movie quijotesca, con humor y ganas de cambiar el mundo. Así es El olivo, la nueva película de Icíar Bollaín en la que estos árboles milenarios que se arrancan para decorar jardines privados o rotondas sirven de perfecta metáfora sobre los excesos previos a la crisis. “La crisis es una realidad tan potente, que ha afectado y sigue afectando a tanta gente, que no la puedes obviar porque impregna la vida entera”, aseguró la directora, ganadora de dos Goyas por Te doy mis ojos. Pese a esa mirada comprometida que caracteriza toda la filmografía de Bollaín, El olivo no es una película de denuncia.
El guión de Paul Laverty -libretista habitual de Ken Loach y compañero sentimental de Bollaín- inyecta luz y vitalidad a esta historia de una familia de trabajadores del campo que un día decidió vender un olivo milenario y años después paga las consecuencias. El origen, explica la directora, fue un artículo de un periódico en el que se hablaba de uno de estos árboles que arrancaron del interior de Castellón para venderlo a un propietario de un jardín del norte de Europa.
“Después de haber estado ahí durante dos siglos, dando aceite, luz, comida y medicinas a la comunidad, de repente llega un señor rico que dice que le gusta el árbol, y su tronco, y se lo quiere poner en el jardín”, señala Bollaín. Curiosamente, uno de esos “señores ricos” era Emilio Botín, que presumía de tener la mejor colección privada de olivos del mundo, la mayoría de ellos ubicados en la ciudad financiera del Banco Santander, en Boadilla del Monte (Madrid).
De aquel recorte del periódico nació la historia de Alma (Anna Castillo), una veinteañera rebelde que decide emprender un viaje para recuperar un olivo que su padre vendió, en contra de la voluntad del abuelo, sumido desde entonces en una depresión. Convertida en una especie de Quijote en versión mujer joven contemporánea, la protagonista tiene dos escuderos: su tío Alcachofa (Javier Gutiérrez) y su amigo Rafa (Pep Ambrós).
“Lo que más me gusta de Alma es la pasión que tiene, esos altibajos, lo irracional, la fuerza, el dolor y a la vez la ternura; es un personaje lleno de contrastes, que va como un torbellino”, explica Del Castillo, auténtica revelación del filme.
Javier Gutiérrez, ganador del Goya por La isla mínima, ve en el Alcachofa un representante de muchos españoles perjudicados por la crisis. “Son personas que han trabajado mucho, que les han hecho creer en un sueño. Este tipo en concreto creó un pequeño negocio hasta que todo se desmoronó. Pero dentro de su desgracia mueve mucho la comedia, que también es algo muy español, reírnos de las desgracias ajenas”, describe el actor. “Al final sales con una sensación de felicidad, de querer cambiar las cosas”, añade. “Todos somos un poco Alma, con ese algo de inconformismo, de no quedarte quieto aunque no sepas por dónde empezar”.
Rodada entre la comarca castellonense del Bajo Maestrazgo y Düsseldorf (Alemania), El olivo funciona también como un canto en defensa de la naturaleza. En coherencia con ese espíritu, el árbol protagonista del filme es en realidad una estructura de hierro, resina y silicona, construida para la ocasión.
El hecho de que haya sido una mirada extranjera la que se ha sensibilizado con la defensa de ese “patrimonio único” del Mediterráneo, no deja de ser un síntoma más de la realidad sobre la que la película invita a reflexionar.
“Es curioso -dice Bollaín-, porque yo había visto estos olivos en rotondas y jardines, pero no caí hasta que él me lo dijo. Paul tiene muchas conexiones con España, ha vivido 14 años aquí, y en Irlanda han vivido situaciones parecidas, es un país católico, de pasado rural, han tenido un boom y una crisis del ladrillo”, señala. En cualquier caso, insiste, es una película “muy universal”, con la que “cualquiera que tenga un terruño y familiares” puede sentirse identificado.