MADRID. He de confesar que mi actitud hacia el refranero, que tantos tienen por un compendio de la sabiduría popular, es más bien crítica; creo que la mayor parte de los refranes están llenos de mala uva y hasta de envidia, caso del que proclama que "de grandes cenas están las sepulturas llenas".
Entre aquellos ante los que no sé muy bien a qué carta quedarme está el que afirma que "lo bueno, si breve, dos veces bueno". No sé qué decir. En principio, y en el terreno de lo gastronómico, estaría en contra; pero solo en principio. Luego lo va pensando uno y empieza a comprenderlo.
Es cierto que Baltasar Gracián recoge este aforismo en su "Oráculo manual y arte de prudencia" para referirse a la necesaria brevedad en los discursos, y añade que "más obran quintas esencias que fárragos". En eso estoy totalmente de acuerdo.
Por supuesto, los cocineros de vanguardia, los "tecnoartistas", comparten y practican esta sentencia: sus creaciones son brevísimas, tanto en la cantidad en la que se suministran al cliente como en el tiempo que duran en carta (en los raros casos en que dan al que paga la posibilidad de elegir su comida). He de decir que, en efecto, en muchos casos esa brevedad se agradece.
Pero ¿son mejores los espárragos por el hecho de que su temporada sea breve? ¿O ganan algo con ello los guisantitos lágrima, los perretxikos, los tirabeques y tantas joyas fugaces de la primavera? Y no me refiero al precio, que ahí ya sabemos que sí, sino al placer que proporcionan.
Es cierto que cuando un plato gusta de verdad pensamos, y hasta decimos, "es una lástima que se haya acabado". Pero ahí mismo, en esa inmediata nostalgia no precisamente física, está parte del placer; sabemos perfectamente que, salvo en casos flagrantes de gula, comer más de aquello probablemente nos llevaría al hartazgo, que arruinaría ese placer. Aquí, quedarse con las ganas es metafórico, no real.
En cuanto a la brevedad de la temporada, en eso radica gran parte del encanto de materias como las citadas más arriba. "En abril, para mí", proclama el más conocido dicho sobre los espárragos primaverales.
Y sí, es un placer encontrarse en el plato los primeros espárragos de cada año, no solo porque los espárragos abrileños son una verdadera maravilla, sino porque llevamos pensando en ellos desde varias semanas antes.
O meses, incluso. Cuentan que el Rey Sol, Luis XIV, tenía tal pasión por los espárragos, casi desconocidos en la Edad Media, que apremiaba a sus jardineros para que consiguieran que brotasen ¡en diciembre!
Cabe aquí otro apunte histórico: los romanos conocieron y hasta apreciaron los espárragos. Pero Apicio solo nos proporciona tres recetas, en dos de las cuales se trituran sus yemas para formar parte de sendas salsas.
Espárragos verdes, además, que preferían también romanos como Marcial o Plinio, aunque conocían perfectamente la forma de cultivar los blancos.
Los espárragos son ya una de las pocas cosas que conservan la magia de hacerse desear, de tener una temporada muy concreta, seguramente muy breve para lo que quienes gustamos de ellos quisiéramos, pero ahí radica también parte del placer, ese maravilloso placer del reencuentro.
Estamos en abril, y hay espárragos. Disfrútenlos, para lo que lo mejor es ponerlos de la manera más sencilla posible. Cuézanlos, si pueden, puestos en vertical en la olla, de modo que las puntas queden fuera del agua y se hagan al vapor.
Recuerden que la cocción es breve: Augusto, cuando quería que una cosa se hiciese por el procedimiento de urgencia, exigía que fuera "velocius quam asparagi coquantur", más rápido de lo que se cuecen los espárragos.
Olviden la rutina de las "dos salsas". Es verdad que una buena mahonesa les va bien, pero el vinagre de una vinagreta no les hace un gran favor; es mejor aliñarlos con un buen aceite, cuidando de que sea de una variedad que no acentúe el toque amargo de los turiones.
Entre nosotros no son muy populares los espárragos a la mantequilla que volvían loco al enciclopedista francés Bernard de Fontenelle, cuya anécdota con su amigo el abate Terrasson, partidario de aliñarlos con vinagreta, se ha contado muchas veces.
Cuando al eclesiástico, justo antes de comer en casa del escritor, le dio un ataque de apoplejía, Fontenelle ordenó, antes de nada, que todos los espárragos se sirviesen con mantequilla. Después, pero solo después, atendió a su amigo, que se recuperó felizmente.
Sí, quizá la brevedad sea también una virtud en la gastronomía. El problema es que estamos a punto de perder la noción de alimentos de temporada; y si no hay temporada, no hay espera, no hay añoranza, no es redondo el placer ante los primeros espárragos, o tirabeques, que Gracián llamaría bisaltos, del año.
Cierto: cuando podemos comer una cosa cuando se nos antoja, el placer, con ser mucho, es menor que si hay que atenerse a una breve temporada. Bien por Baltasar Gracián.