MADRID. En el breve pero intenso período en el que tuve a mi cargo la información parlamentaria, España pasó de ser una dictadura a un país democrático, con un gobierno elegido por sufragio universal y con una constitución aprobada por las Cortes y refrendada por el pueblo. Un cambio que conocemos como transición.

Pero es que en los ya muchos años que llevo escribiendo de estas cosas del comer asistí, igualmente, a otra transición: la que llevó a un país en el que de la preocupación por la comida se pasó al interés por la cocina y, finalmente, a la omnipresencia de lo que la gente llama, sin demasiada propiedad, gastronomía.

En la segunda mitad de los 70, ya con Juan Carlos I, pero aún sin constitución, empezó el cambio: fue en el congreso organizado en Madrid en 1976 por la revista 'Club de Gourmets' de Paco López Canís.

Ahí descubrimos los españoles (algunos, al menos) lo que se estaba imponiendo en Francia: el movimiento bautizado como nouvelle cuisine, la nueva cocina, cuyo icono más visible fue Paul Bocuse.

Aquí, dos jóvenes cocineros guipuzcoanos, que viajaron a Lyon a conocer de primera mano la cocina de Bocuse, encabezaron la adaptación a España del proceso de renovación culinaria; fueron Juan Mari Arzak y Pedro Subijana.

La nueva cocina, que pretendía una modernización del proceso culinario, una mayor atención a la materia prima y al mercado y una cocina más ligera y, en consecuencia, más sana, acabó por imponerse, pese a la mayoritaria incomprensión con la que hubo de enfrentarse.

Llovieron críticas a esa nueva forma de cocinar. Pero era algo imparable, porque era lógico, porque era una cocina adaptada a su tiempo y a su entorno, sin innecesarias concesiones al exotismo. De hecho, hoy se aplica la nouvelle cuisine hasta a la cocina casera, a la poca cocina casera que va quedando en nuestro país; si nos ponemos a cocinar, hacemos nouvelle cuisine aunque no seamos conscientes de ello.

Así que, en los 80, ya no preocupaba tanto el qué, sino el cómo. Por otro lado, la gente empezó a conocer los nombres de los cocineros más significados, cosa que hasta entonces era patrimonio de una ínfima minoría de conocedores. Y los medios empezaron a dar sitio a la gastronomía.

Por entonces, cuando el más conocido de los periodistas gastronómicos era Xavier Domingo, empezaba la actividad de José Carlos Capel, de 'Punto y Coma' y de Caius Apicius, tres firmas que nacieron entonces y permanecen hoy.

Por lo que a mí toca, mis crónicas de aquellos años terminaban siempre con la misma coletilla: "la imaginación, al fogón". Ciertamente, a la cocina española de entonces le faltaba imaginación. Hoy le sobra, quizá no a la cocina, pero sí a los cocineros mediáticos, que son legión.

He de decir que, en mi opinión, la cocina española conoció una edad de oro, un periodo especialmente brillante, a finales de los años ochenta y durante los noventa. A partir de ahí... las cosas dejaron de ir por el camino de la reforma para transitar por el de la ruptura.

Y, en realidad, deberíamos dejar de hablar del supuesto éxito mundial de la cocina española de vanguardia para hacerlo del triunfo de determinados cocineros españoles, con ese fenómeno irrepetible que fue Ferran Adrià a la cabeza.

Se incorporan a nuestras costumbres cocinas del otro lado del mundo, y sus correspondientes materias primas. La tecnología ha ideado una serie de artilugios que han cambiado las formas de cocinar, empezando por las placas de inducción. La gastronomía, decimos, está de moda.

Y, sin embargo... qué quieren que les diga: la cocina, entendiendo por tal la doméstica, la de casa, está en riesgo de desaparición. Hablamos mucho de comida, porque eso es lo que significa la palabra inglesa food, pero cada vez la practica menos gente.

Hay, sí, fast food, finger food, street food... Mucha food y poca cuisine. Incluso a quienes antes llamaríamos gastropijos se les conoce como foodies.

Creo que habrá que volver a mirar a Francia. Y a Italia. Han sabido conservar y preservar sus cocinas, sus cosas, incluyendo los nombres de sus tabernas: en París el bistrot, en Roma la trattoria; aquí, en cambio, a las tabernas, a las tascas, les llamamos gastrotecas, gastrobares, vinotecas... Corremos el riesgo de perder nuestra personalidad para ser, eso sí, muy internacionales.

Mientras seguiremos presumiendo. Paradoja española: un país en el que se habla mal del mismo sistemáticamente y, sin embargo, se saca pecho cuando se trata de hablar de deportes o de cocina.

Después de todo, es lógico que para cada cual la cocina de su país sea la mejor del mundo: eso pasa aquí y en Burkina Fasso. Otra cosa es que el resto del mundo comparta esa convicción, que suele ser que no, salvo que se trate de Francia, Italia y, ahora, Tailandia.

Pero es innegable que la cocina española, en los últimos cuarenta años, ha vivido una transición importante, ha alcanzado la gloria y, ahora mismo, nadie sabe cómo va a acabar la cosa. Ojalá que regrese pronto la sensatez a nuestros hiperimaginativos fogones.-