De haberlo vivido, Stefan Zweig no lo hubiera dudado. Steven Jobs habría tenido un capítulo propio dentro de su imprescindible relato titulado Momentos estelares de la humanidad. Sin duda la contribución de Jobs a Apple habría alumbrado una espléndida decimoquinta miniatura histórica para el libro de Zweig. Para quien no haya leído la citada obra, digamos que el escritor austríaco trató de reseñar en ella esos hechos decisivos para el avance de la humanidad que ningunea la Historia oficial. Muchas veces por falta de información. Pero ahora, a diferencia del tiempo de Zweig, tenemos exceso de datos y un déficit grave de atención. ¿Paradójico? Veamos. En pocos meses tres películas, incluida la de Danny Boyle, han tratado de desentrañar el enigma Jobs. Ninguna, incluida la de Boyle, consigue traspasar el umbral de la verdad. A mayor número de voces, más certeza de que la esencia de lo que pasó no descansa, no puede descansar, en ningún sitio.

Pero a Boyle eso es algo que no le importa. Ni a él ni a su guionista, un Aaron Sorkin que reclama para él el reconocimiento de la autoría. Responsable de los guiones de La red social y Moneyball, además de guionista de series de éxito y obras de teatro, su currículum resulta tan brillante como incuestionable es su paternidad en este filme. De hecho, Steve Jobs iba a ser dirigida por David Fincher, como La red social, pero inexplicado desacuerdo, puso en manos del oscarizado Boyle la oportunidad de lidiar con un guión complejo, personal y apasionante. Primero digamos que no estamos ante una biografía convencional. Aquí no se cuentan, salvo de manera sugerida, tangencial y de refilón, las circunstancias vitales de Jobs. De su perfil se nos muestran los rasgos esenciales, pero a modo de pretexto. Tres actos constituyen su estructura. Tres presentaciones: la del primer Macintosh, la de la NeXT y la del iMac, respectivamente en los años 1984, 1988 y 1998.

En los tres casos, como un ritual destinado a destilar la esencia de Jobs, Boyle y Sorkin planifican el filme al servicio de un modelo casi idéntico. Lo que el filme recoge no son sino las conversaciones previas a las apariciones públicas de Jobs. En esos minutos, antes de sus baños de multitudes, el filme recrea la tormenta interior, la verdad de los bastidores, los nervios del héroe antes del partido; su miseria y su voz de mando. Y en ese proceso, a lo largo de una década, vemos en cada nuevo asalto la metamorfosis de Jobs al que el actor Fassbender hace suyo.

En lugar de tratar de imitar a Jobs, Fassbender reinventa el personaje a fuerza de borrarse él mismo. Estamos ante una actuación antológica, Fassbender logra lo que De Niro hizo con Jake La Motta en Toro salvaje. Eso no quiere decir que, con ese borrado, del actor emerja la figura real del personaje biografíado. No es Jobs quien está en ese filme sino la suma de los diferentes Jobs que quienes lo conocieron han querido o han sabido definir. Hay muchos Jobs en éste y en éste lo principal se debate en el terreno de la soledad y el desamparo. No estamos ante el Jobs imperial, casi divino para sus fans, sino ante la desorientación de un padre, abandonado por sus progenitores, frente a su hija a la que él le niega el reconocimiento de su filiación.

Sin duda Sorkin, que se separó cuando su hija apenas tenía cinco años y que supo del infierno de la adicción y el desamparo, utiliza a Jobs para cuestionarse por la llamada del ADN, por la genética y por el talento. Y al hacerlo convierte a Jobs en un director de orquesta, un tirano enfrentado a todos para conseguir que suene bien la partitura de sus sueños y deseos. Y al mostrar su debilidad y su incertidumbre el filme humaniza y acrecienta la grandeza de un personaje extraordinariamente controvertido.