Cuando salen a colación las chuletillas de cordero, a la gente le entran sentimientos de lo más bucólico; en efecto, es normal asociar estas costillicas a un paisaje rural, a las brasas hechas con sarmientos y el grupo de amigos rodeándolas mientras se van asando las chuletitas... Muy bucólico, ya digo.
Pero es que eso forma parte del placer que proporcionan esas chuletitas. Yo tengo en la memoria alguna chuletada memorable; una, en las riberas del Arlanza, cuando estallaban los colores otoñales de los álamos; otra, en esa sucursal de Marte en la Tierra que son las Bardenas Reales, en la borda de Floren Domezain.
Las chuletillas, en ambos casos, estaban riquísimas; pero parte de responsabilidad de que lo estuvieran hay que anotársela al paisaje, los amigos, el día fresco... Al entorno.
En casa también se puede disfrutar de unas excelentes chuletillas de cordero. O de cabrito, que son mucho menos frecuentes. Para que salgan las cosas bien, hay que tomar ciertas precauciones y proceder con mimo y sabiduría, ya desde el principio, o sea, desde la adquisición de la materia. Hay que tener un proveedor de confianza, un carnicero con el que nos llevemos muy bien, del que seamos buenos y agradecidos clientes de muchos años. Nos dará un género impecable. Pero, siendo parte importantísima, el proceso de elaboración ha de cuidarse muchísimo. En casa procedemos a limpiar exhaustivamente las chuletillas: fuera grasa, es decir, fuera sebo. En lo posible, claro. En el campo, ponemos las chuletitas sobre las brasas con su grasa; al fundirse, gotea sobre ellas y produce alguna llamarada que acaricia la carne y acentúa ese toque rural que tanto nos gusta. En casa, al contrario, no aporta nada.
Importante: dónde procedemos. Ha de usarse una sartén de calidad, de hierro o de acero inoxidable, sin añadidos antiadherentes; una sartén que cuesta como mínimo diez veces más que las que se consiguen pegando cupones en la cartilla de un periódico. El gasto es mucho mayor, pero no son una compra: son una inversión que les puede durar toda la vida.
Sartén caliente, unas gotas de aceite y (importante) unos granos de sal; la de Añana (Álava) es ideal. Salamos las chuletas por el lado opuesto al que entrará en contacto con la sartén. Y ningún añadido más que distorsione su propio sabor.
sin aditivos No necesitan pimienta, salvo que quieran que sepa a pimienta. Mucho menos hierbas aromáticas: sería un contrasentido cuidar de que nuestro cordero no haya probado la hierba en su vida. Mejor que siga sin conocerla. Hagan las chuletitas hasta el punto que les guste. Nosotros esperamos para darles la vuelta a que se separen motu proprio del suelo de la sartén. El punto, ya digo, depende del gusto de cada cual; a mí no me gustan saignant, sino de un rosa tenue, con la superficie de un apetitoso color oro viejo, que no tostada. En la sartén quedará un poco del jugo que hayan soltado las chuletas. Hay que aprovecharlo, aunque sea casi testimonial. Para ello, desglasamos con un poquitín de vino blanco y zumo de limón, para aportar frescura. Echamos ese desglasado, que es una maravillosa esencia, en el plato, a un ladito.
Cada cual es cada cual, pero a mí con las chuletas domésticas me apetecen siempre patatas fritas, en el mismo plan que todo lo anterior: doradas y crujientes, nunca marrones y blanduchas. Una buena ensalada (mi favorita es la de escarola amarillita) será la compañía ideal. Un buen tinto, serio pero amable. Un poquito de pan, por si quedan en el plato gotas de ese delicioso desglasado. Y ustedes verán cuántas chuletas se comen, por supuesto “tocando la flauta”, es decir, a mano. Puede que echen de menos el humo de sarmiento, cuyo aroma llevan ustedes del campo a casa impregnando sus ropas; pero ganarán el calor de hogar.
leche materna Como hemos mencionado antes, la materia prima para esta delicia ha de proceder de corderitos lechales, que se hayan alimentado exclusivamente de la leche materna. Al consumidor español le cuesta trabajo apreciar esos maravillosos corderos bretones de pré-salé que pacen en prados situados frente al Mont Saint Michel, prados que inunda la pleamar y en los que crecen hierbas de ribera (salicornia, por ejemplo, ahora tan de moda) con las que el propio cordero tiene la gentileza de adobarse a sí mismo, lo que también debería hacer innecesario el uso de más hierbas en su preparación.
Corderos que han pastado 70 días, aparte de la lactancia, y que se sacrifican con unos 30 kilos de peso. Una verdadera delicia, que el español acostumbrado al lechal, costumbre que Josep Pla llamaba “infanticidio” en postura que no comparto, calificará sin más averiguaciones de “borrego” y rechazará, perdiéndose una joya por puros prejuicios.
En fin, chuletitas de cordero. Rústicas o urbanas, pero siempre deliciosas. Mínimas, como manda la tradición: como mucho, dos bocados cada una. Mejor “de palo”, claro: son más cómodas de comer. Un placer que parece ser privativo de los españoles. Y que dure.