Cuando dos músicos que las han conocido de todos los colores a lo largo de sus 75 años de vida se suben a un escenario relajados y cómodos, puede pasar de todo. Cuando además esos dos pianistas no facilitan de manera previa el listado de temas que van a tocar porque ni ellos mismos lo saben y quieren que la cosa se defina según vaya pasando la noche, cualquiera sabe. Cuando esos dos intérpretes son leyendas del jazz que comparten risas, miradas y complicidades, ni las tormentas ni algún molesto acople pueden con ellos. Lo suyo no fue un concierto redondo y pleno, pero Herbie Hancock y Chick Corea hicieron el sábado por la noche en Mendizorroza algo tan extraño a veces como disfrutar haciendo su trabajo. Y en esas, el gran beneficiado fue el público.

La última jornada de la trigésimo novena edición del Festival de Jazz de Gasteiz venía bien encaminada desde el Principal gracias a James Brandon Lewis. Sólo quedaba poner la guinda con Corea y Hancock en su único concierto en el Estado dentro de la selecta gira mundial que ambos han realizado este año. En estos casos siempre está la duda de si los músicos montan un tour de estas características para llenar la cartera (que, ojo, también es lícito) o si su unión temporal tiene un sentido y un propósito. Por lo menos en lo que respecta a la capital alavesa, los dos pianistas salieron a las tablas con la sana intención de hacer lo que les dio la gana, que a estas alturas de sus respectivas vidas es un derecho que se han ganado de sobra (lo de la pasta no es un problema, lo atestigua el avión privado que dejaron aparcado en Foronda).

Con ese espíritu ambos se encontraron con un público que casi llenaba por completo Mendizorroza cuando el primer trueno avisaba de la tormenta exterior. En el interior, eso sí, ambos demostraron desde el primer segundo que estaban a gusto. Posaron para los fotógrafos, Hancock se excusó por no poder hablar euskera, Corea dedicó el concierto al fallecido Paco de Lucía y la maquinaria se puso en marcha, primero despacio, con teclas que exigían de un silencio absoluto y que a veces parecían no encontrar el camino.

Ninguno quiso un protagonismo absoluto. Los dos supieron también reírse a golpe de sintetizador (Hancock) y de una toalla golpeando las cuerdas del piano (Corea). Y así, metidos en su salsa, fueron tejiendo una tela de araña de la que terminó siendo imposible escapar puesto que calidad les sobra.

Sonaron acordes de sobra conocidos. Hubo juegos corales con un respetable (sobre todo en lo que respecta a ellas) bastante bien entonado. Y cuando el concierto iba camino de cumplir su hora y tres cuartos, los músicos se despidieron por primera vez. Llegaron los bises (el último tema fue, de largo, el más irrelevante de la noche) y cuando casi daban las once de la noche se produjo la despedida final, aunque a Hancock le costó salir del escenario apagando los ordenadores y sintetizadores que siempre le acompañan rodeándole con decenas de cables, lo que dio tiempo a Corea para sacar sus últimas fotos con el móvil, algo que también hizo al principio.

El público se puso en pie para aplaudir, consciente de que aquello no había sido la noche ideal pero sí un buen concierto con momentos divertidos, un mano a mano entre dos hombres que lo son todo en la historia del género y que a pesar de los años todavía tienen fuerza, sentido y capacidad. Ya quisieran muchos cuyo carnet de identidad no tiene tanto recorrido por el mundo. Incluso dar saltitos de alegría como Hancock.