Sin ocultar su pretensión de aspirante a obra mayor, Rupert Goold, un director británico, casi un desconocido aunque con una cierta experiencia televisiva, se aplica con fervor y convicción en Una historia real. Y lo hace como merece un largometraje que representa su puesta de largo, su graduación, su prueba definitiva. Con ambición de autor; con gula de solvencia cinéfila; con la actitud de quien sabe que aquí se la juega.
En su puesta en escena resulta evidente que Goold sigue el catecismo de David Fincher y que se ha visto buena parte de las series de la HBO, esas que alientan el espejismo de creer que el mejor cine se sirve en capítulos cortos y en poliédricas píldoras adictivas. Dicho de otro modo. En Una historia real, la cámara nunca descansa y las secuencias siempre ocultan pequeñas cosas, secretos sin desvelar, recovecos sin explorar.
Pero no solo de Fincher y de HBO vive Goold. Entre tanto rastro del thriller yanqui de las dos últimas décadas, hay también algunas reliquias sagradas. La principal apunta al Bergman de Persona.
En el cartel español se muestra esa referencia obvia al entremezclar, pura declaración de intenciones, la fusión y confusión entre sus dos principales protagonistas: Jonah Hill y James Franco. Pero se trata de una referencia epidérmica. Nada más de Bergman hay aquí. Las verdaderas intenciones de su película caminan hacia otro lado. Anclado su guión, co-escrito por el propio Goold, en el libro de memorias de Michael Finkel, personaje que encarna el siempre inquietante en su inocua apariencia Jonah Hill, su argumento recoge la amistad entre un periodista y un asesino, unidos por el veneno del arte de relatar, intoxicados por la tentación de la mentira.
Goold abre el filme como un paso a dos. A un lado, el citado Finkel, un periodista de prosa precisa y talento bien adiestrado, lo vemos en acción interrogando a los sujetos de un reportaje sobre la esclavitud moderna. En el otro lado, vemos como James Franco, el asesino, enciende una vela en una iglesia mexicana. Al final de cada secuencia, ambos dicen ser la misma persona. Ese comienzo sorprendente, cincelado por mano escultórica capaz de generar curiosidad y centrar el interés, dará luego paso a un encuentro que se muestra cuando han pasado veinte minutos de película. Para entonces, Goold nos ha hecho saber que Finkel hace trampas y que el padre de familia acusado de asesinar a su mujer y a sus tres hijos parece tener una cortina de espesa niebla en su retina. Es inevitable pensar en muchas películas de argumento parecido. Esa relación entre dos hombres, uno espera el juicio que puede determinar su muerte; el otro, trata de desentrañar su inocencia, huele a clásico. De todas las referencias, la más directa nos lleva al Truman Capote de A sangre fría.
Es evidente que lo que Goold quiere tallar es un extraño proceso de fagocitación. Un pulso antropófago entre dos hombres en apariencia diferentes, en el fondo encadenados por una perversión inexplicada; todos podemos ser asesinos en potencia.
Probablemente su deuda con la realidad (mani)ata la posibilidad de ficcionar los personajes e hipoteca su capacidad para adentrarse en esos restos colaterales, como la personalidad de la mujer de Finkel o los detalles íntimos de la familia asesinada. Del duelo Hill-Franco, sale mejor librado el primero pero Goold no obtiene de ellos lo que en ellos se quema. Y es esa sensación de desaprovechamiento lo que queda de Una historia real. No está mal, pero Goold no rentabiliza todo lo que tenía.