bruselas - Igual que las flores crecen en la sombra, Marc Chagall (1887-1985) mostró que la belleza también puede surgir de la tragedia y sublimar la vida, como un ángel pictórico que avanzó bajo su propia luz, frente a las tinieblas que poblaron el siglo XX.
El intenso recorrido vital del artista y la sorprendente actualidad de su legado -que se adentra en la religión, la intolerancia o la identidad- son diseccionados en una personal retrospectiva que los Reales Museos de las Bellas Artes de Bélgica inauguraron ayer en Bruselas. “Chagall es conocido por sus imágenes, por sus flores, pero lo que olvidamos es una amplia parte de su vida, los diferentes momentos trágicos que pasó. Esto hay que enseñarlo porque es justo lo que le dota de su modernidad” como artista, afirmó la comisaria de la exposición, Claudia Zevi.
Chagall fue judío en Rusia, ruso en Francia y europeo en su huida a Nueva York. Fue emigrante y exiliado. Pero siempre mantuvo su particular poética. Y, acostumbrado a manejarse entre los opuestos, tanto en su vida como en su arte, logró eludir las tentaciones extremistas de la época a las que no era ajeno. “Se puede ver en sus obras, él siempre estaba escuchando, sus oídos estaban abiertos a todos los sonidos que venían desde fuera, que luego sublimaba en sus pinturas”, recalcó Meret Meyer, cocomisaria de la muestra y nieta del artista.
La muestra ahonda en sus primeras pinturas, imbuidas de folclore ruso, de la tradición hebrea de principios de siglo y de su amor por su mujer Bella, como Yo y el pueblo (1912) en la que ya se vislumbra el repertorio de imágenes oníricas a las que recurrirá Chagall, o El aniversario (1915).
Las etapas de una vida Chagall viajó después a París, donde vivió un florecer en contacto con las corrientes vanguardistas en París, y volvió a Rusia para reencontrarse con Bella y su hija Ida, y allí le sorprendió la Primera Guerra Mundial. Después de su etapa rusa, el artista pasa un breve periodo en Berlín, tras el cual regresa a París en 1923, desde donde vive el ascenso de las tensiones antisemitas y el horror nazi, mientras su pintura se vuelve más oscura y da forma a La caída del ángel (1923-1933-1947), un lienzo de marcado carácter premonitorio que le acompañó en el periodo más tenebroso de Europa.
Uno de los cuadros destacados de la exposición es Apocalipsis en lila (1945), la única obra que se conoce de Chagall en la que el autor dibujó una esvástica, acompañada de otros símbolos cargados de significado -un Cristo crucificado con formas casi femeninas, la escalera a la tierra prometida hebrea- pero, sin embargo, tratado con unos tonos suaves, sin estridencias violentas.
En Chagall “hay un sufrimiento muy grande, pero también una conciencia muy fuerte de que la vida tiene algo que debe ser respetado y nunca insultado o humillado por los fundamentalismos y las agresiones”, aseguró Zevi. “Vivió las tragedias del siglo XX, que son más o menos las de hoy, y logró construir una cultura a partir de ellas”, añadió.
Este pequeño cuadro también retoma la imagen del crucificado, un símbolo al que Chagall acude con asiduidad para dotarle de polisemia, al vestir al hijo del Dios cristiano como un judío, para recordar que hebreos y cristianos comparten, en esencia, la misma condición humana pese al horror del antisemitismo. “Tiene el valor de aproximarlos. Esto, en un mundo desequilibrado como el nuestro, es muy difícil”, aseveró Zivet.
Su identidad poliédrica está muy presente en la muestra, a lo largo de la cual Chagall se representa como un ángel, un buey y un asno, un motivo extraído del judaísmo con el que muestra su resignación ante el carácter inevitable de la vida.
La muestra culmina con las obras monumentales a las que se dedicó en el final de su carrera, como los bocetos para la cúpula de la Ópera Garnier (1963) de París o El Triunfo de la Música para la Metropolitan Ópera de Nueva York (1966). Uno de los broches de la exposición es una obra muy íntima de un Chagall ya anciano, El Retorno del Hijo Pródigo (1976), pintado apenas dos años después del único viaje que hizo a Moscú en el último periodo de su vida. En él, el artista se retrata como el niño que fue, abrazado a su padre en una escena de la Rusia rural de su infancia, mientras en una esquina un segundo Chagall, bicéfalo, mitad pintor, mitad asno, se muestra en tranquila sumisión al imparable paso del tiempo.