desde tiempos de la transición, el calendario propone anualmente debate general sobre el estado de la nación, momento en el que los primeros espadas presentes en el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo tienen que subir al archiconocido estrado-tribuna para atacar y defender posiciones en un ejercicio democrático, que en líneas generales se resuelve en horas y horas de tele trufadas de monotonía, repeticiones y habituales añagazas políticas. Es manifiestamente mejorable el torpe ejercicio de realización que resulta en cada ocasión pura repetición de planos, secuencias y tomas sabidas y archisabidas, con un planteamiento frío y medido de reparto del tiempo entre los distintos intervinientes, siempre primando la ventaja gubernamental y su papel dominador, en el debate encorsetado, armado y fosilizado que no invita al consumo de tele en jornada y media de rollo desaprovechado por el calado de la res publica. El debate del estado de la Nación podría ser momento clave para conocer, difundir y explorar diferencias entre argumentarios plurales entre poder y grupos de la oposición. Pero la encorsetada dinámica, el reparto de tiempos y la escasa dialéctica no exhibida no da ni para fuegos de artificio y convierte a este producto de información y formación política en un auténtico coñazo difícil de aguantar en su totalidad; un riguroso directo desperdiciado por la rigidez de la realización que hace de la asepsia y ritmo amuermante criterios de narración escasamente apetecible en una cita de máxima responsabilidad política, desperdiciada por políticos temerosos del debate fresco y directo, que es lo que demanda el pueblo, más allá del formalismo y rigor secante de estos debates tostones del estado jodido de la nación en crisis, que los gestores de la tele pública manejan con miedo y distancia.