Hace un par de semanas, una amiga mía hizo, sin darle importancia, un comentario acerca de que en un restaurante madrileño que me encanta por el buen tratamiento que dan a la caza y la variedad de su oferta, le habían ofrecido urogallo, pero ella había preferido un pichón.
¡Urogallo! El gran gallo de monte de la cordillera Cantábrica, el coq de bruyère de los franceses, la pita do monte de Castroviejo y Cunqueiro...Es una de mis asignaturas pendientes en gastronomía y, a decir verdad, una de las dos que me haría ilusión aprobar. Una vez estuve a punto.
Estábamos en Noruega, en una islita en la que se dedicaban a la cría del salmón. En un paseo, mi colega Rafa García Santos y yo llegamos a una granja de aves, no de pescados. Preguntamos qué criaban allí, y nos dijeron que urogallos. Inmediatamente consultamos a nuestros anfitriones la posibilidad de comernos un pájaro de aquellos; al cabo de un rato nos dijeron, desolados como franceses, que no era posible. Nos quedamos con un palmo de narices.
Castroviejo dedica páginas preciosas al urogallo en esa joya de libro que es “Teatro venatorio y culinario gallego”, en el que él mismo se ocupa de la fase cinegética, y cuenta sus experiencias, mientras Cunqueiro se ocupa del lado culinario, y cuenta las suyas y las de otros.
Urogallos extinguidos Hasta hace no demasiados años hubo urogallos en Os Ancares, entre Galicia y León. Ya no. Se les cazaba a traición, cuando emitían su canto solicitando la compañía de una hembra. Castroviejo cuenta que el que mató él no acabó así, sino abatido en vuelo. Tiene mérito: es un tiro muy difícil.
Cunqueiro cuenta historias culinarias del urogallo ligadas a la corte de Truro, en la Inglaterra postartúrica, y sugiere una receta que, francamente, a mí no me parece adecuada, al rellenar el urogallo con jamón y una serie de elementos que tienen personalidad suficiente para anular los sabores que supongo montaraces de esta gran ave. El urogallo tiene como nombre científico el de Tetrao urogallus, que pertenece al orden de las galliformes y a la familia de las faisánidas, que comprende especies que van desde las perdices al pavo real pasando por los faisanes propiamente dichos y las gallinas; una gran familia.
Por eso no me extrañó que, llegado al restaurante, y después de que se me dijera que sí, que había urogallo, y de que yo, entusiasmado, lo pidiera, la eficaz jefa de sala me dijera: “bueno, urogallo no es, pero es de la familia: tenemos grouse”. Decepción. La había cenado la noche anterior en un muy buen restaurante que también cuida la caza. Decliné la oferta y pedí cerceta, ave acuática que, nunca mejor dicho, es rara avis en las cartas.
La grouse, llamada perdiz escocesa, no es una perdiz, sino un lagópodo. Los aficionados al “scotch” conocen su figura, que aparece en la etiqueta del whisky llamado justamente The famous grouse.
interés literario Hablé de dos pájaros no catados. El otro es la perdiz griega. Mi interés aquí es literario, además de gastronómico. El escritor y cineasta provenzal Marcel Pagnol escribió dos encantadoras novelas (La gloria de mi padre y El castillo de mi madre) en las que refleja sus recuerdos de infancia en los veranos pasados en las colinas de L’Aubagne.
Bueno, pues la gloria de su padre, cazador novato, fue abatir con un tiro doble, llamado “tiro del rey”, dos bartavelas. Eso hizo que el señor Pagnol padre adquiriese un enorme prestigio en la zona... y que su hijo Marcel se sintiese orgullosísimo de él.
Mis experiencias gastronómicas perdiceras se limitan a nuestra maravillosa perdiz roja... y, creía yo, a la perdiz nival, probada en Oslo en uno de aquellos periplos salmonero-bacaladeros. Pero resulta que la perdiz nival es... ¡un lagópodo! Hay sólo tres especies... y yo he probado dos, la escocesa y la noruega; me falta la canadiense, pero no es un objetivo prioritario.
No es el caso de la bartavela, que para mí tiene quizá más implicaciones literarias que gastronómicas, pero que me encantaría probar si vuelvo por Marsella: bullabesa y bartavelle.
Mi hambre de urogallo tiene también un fuerte componente literario, pero aquí sí que la curiosidad gastronómica es poderosa.
De todas formas, ya ven que, después de tantos años dedicado a esto, aún me faltan bocados por probar. Y ya ven, también, cómo se puede tener hambre literaria, y no me refiero a ganas de leer, aunque también.
Pero es que hay lecturas, y no precisamente gastronómicas, que despiertan la curiosidad y, en consecuencia de lo más lógica, el apetito. Así que...lean. El tiempo leído jamás es tiempo perdido.