Ver a Nicole Kidman como réplica psicotrónica de Cruella De Vil, no es la única razón que esgrime como reclamo este filme sobre un oso parlanchín. Paul King, director y coguionista, con el argumento que creó Michael Bond en 1958, en torno a un oso del Perú profundo -(re)bautizado en Londres como Paddington-, se reinventa casi todo. Respeta el espíritu pero cambia el crono, a medio camino entre la física cuántica y la destreza de un trilero, renueva la letra y ubica su hazaña en el Londres turístico y monumental del siglo XXI.
Más de cincuenta años contemplan la pertinencia y el carisma de Paddington. Desde su nacimiento, millones de libros vendidos proclaman su interés, más de treinta idiomas han impreso sus relatos, decenas de aventuras le han hecho crecer, adaptaciones televisivas lo han internacionalizado y juguetes, juguete era, alimentan una osofilia a la que los británicos se someten con sospechosa pulsión.
En la Inglaterra que todavía no conocía a los Beatles, una sociedad perpleja por los estremecimientos de la pobreza y el desmoronamiento del Imperio, Bond se inventó un relato para ilustrar un juguete. Un divertimento pueril en torno a un oso de peluche. Su éxito inicial, en aquel tiempo de sombras y tedio, podía entenderse. Su vigencia actual parece hoy un misterio.
Después de varios años de anunciar el proyecto, con bajas tan twitteadas como la desaparición de Colin Firth -iba a ser la voz de Paddington-, King ha resuelto el encargo con una mezcla entre el vigor del Delicatessen (1991) de Marc Caro y Jean-Pierre Jeunet y la blancura infantil del Disney más inocuo. El resultado, un filme de guión simple, realización ágil y personajes de vocación popular que aspira a divertir a los espectadores más pequeños. La tecnología digital hace fácil lo que antes era imposible y Paddington se levanta aquí y en este filme, como un hiperbólico paradigma de la aceptación del emigrante, del respeto al que es distinto. Una buena causa para un filme que asume la razón aleccionadora para la que fue concebido.