Hubo un tiempo lejano o cercano, según se mire, en el que la tele era en blanco y negro con enorme tubo catódico que sustentaba la pantalla que se medía en pulgadas y que era una tele al servicio y gloria del régimen franquista y que enganchaba a millones de espectadores, en un ejercicio de monopolio que para sí lo quisieran muchas de las actuales cadenas y que servía de escaparate a los incipientes anuncios audiovisuales que se asomaban a los televisores en los años cincuenta y sesenta, en un ejercicio de creatividad y desarrollo profesional.

El momento clave de la emisión publicitaria se producía todos los años antes y después de la retransmisión de las campanadas que cerraban un año y abrían otro, siempre cargado de ilusión y buenos deseos. Era ocasión, oportunidad, tiempo de oro para emitir dos anuncios, antes y después del arranque del nuevo año que se contrataban a precio de oro de aquel momento; magnífico emplazamiento par dos reclamos publicitarios que adquirían notoriedad y llegaban a ser noticia en los medios.

Cada año era motivo de especulación conocer qué marca, firma o empresa ocuparía ese momento de máxima concentración de audiencia millonaria que recibiría el impacto mediático del anuncio de marras. Prestigio y poder económico en el arranque de una sociedad desarrollista y de consumo.

Las grandes firmas del país se apuntaban a la puja por aparecer cerrando y abriendo el año televisivo. Renfe, Iberia, Coca Cola eran algunos de los apostadores por ese encuentro con la audiencia que había colocado aquel aparato en el centro del hogar, entronizando un modo de comunicación y entretenimiento nuevo en la sociología del momento.

Eran anuncios de oro que ya forman parte de la historia, que hoy poco tiene que ver con aquel incipiente medio de comunicación de masas, pero que mantiene los rasgos básicos de la pequeña pantalla.