MADRID. Un amigo mío, viejo compañero de fatigas periodísticas, me confiesa que, en Navidades, hace cada año un menú para él perfecto. Y semánticamente lo es, puesto que sus dos platos principales comienzan, justamente, por "per": percebes y perdiz. Podríamos llamarle "permenú"; que sea "hipermenú" ya es cuestión de la cantidad de percebes y del número de perdices que lleguen a la mesa.

Percebes y perdiz. No son malas aves, no. Incluyo al percebe en la categoría porque en esta época navideña e invernal, en la que el mar suele colaborar poco con los percebeiros, tienden a abandonar las rocas en las que viven sin apenas moverse (salvo para copular, que se inclinan un poquito) para imitar al besugo, que a su vez imita a los peces voladores en estos días, y ponerse por las nubes.

Para bastante gente, el percebe es una de las mejores imágenes de Galicia. Ciertamente, los percebes gallegos, especialmente los que se crían entre los cabos de Ortegal y de Finisterre, ambos en la provincia de La Coruña, son excepcionales.

¿Razones? La temperatura del agua, su riqueza en plancton, la lluvia (influye para bien) y, además, el hecho de que las rocas en las que se asientan estén muy batidas por el mar; el percebe carece de pulmones, y necesita que el oxígeno del agua circundante se renueve continuamente.

Los percebes no pueden esperar por los comensales; son éstos quienes deben esperar por aquellos. Hay que poner a hervir agua con una generosa cantidad de sal, entre 40 y 50 gramos por litro. La hoja de laurel es opcional; yo no soy partidario, si el género es impecable. Cuando hierve el agua, se echan los percebes; se mira un momento para otro lado (jamás más de un minuto) y se retiran.

Se ponen en una fuente, se tapan con un paño blanco y a la mesa. Allí, además de ciudadanos expectantes, habrá unas copas de albariño, el vino que más aprecian los propios percebes.

Verán que no hay que esperar nada desde que salen de la cazuela hasta que se les echa mano. Se comen calientes. Muy calientes; los primeros hasta queman la punta de los dedos. Se cogen de debajo del paño, lo que no permite elegir. Se abren de un golpe decidido, por abajo, para evitar que el jugo rojizo salga despedido hacia la camisa propia o ajena.

Y ya se comentará al final cómo estaban, porque el que habla pierde vez.

Retirada la fuente de los percebes, en la que abultarán más los restos de lo que abultaban los propios crustáceos (son crustáceos raros, pero crustáceos), será el momento de cambiar de actores: las perdices, tanto tiempo, al menos en los cuentos, sinónimo de felicidad. El albariño dejará su sitio a un tinto apreciable, y llegará a la mesa el ave de caza más apreciada por los españoles.

¿De caza? Bueno, en parte, sí. Totalmente si procede de caza "a mano", es decir, del cazador que sale con su perro al monte, sin más ayudas. Parcialmente si, como es lo habitual, ha sido abatida en un ojeo. En ese caso, esa perdiz, y cientos de miles de congéneres, habrá nacido y crecido con pienso en una granja, de la que salió días antes del ojeo para ser soltada en la finca correspondiente.

Pero váyale usted con matices a un amante de las perdices. Por supuesto, para una ocasión festiva, como la Navidad, se impone la más española de las recetas, la perdiz estofada, también llamada a la cazadora, o perdiz en salsa de perdiz.

En cualquier libro de cocina (no de los de ahora, ojo; en los clásicos) encontrarán estas fórmulas, que son las más satisfactorias para acabar con la más popular pieza de nuestra caza de pluma.

Me parece un buen menú. Puede que no sea tradicional en el sentido literal de la expresión, pero se basa en dos productos de lo más apreciados y clásicos, quizá menos navideños que otros, pero ¿dónde está escrito, en el sentido de legislado, lo que hay que comer en Navidad?

Las de Nochebuena, Navidad, Fin de Año y (para los que se levantan) Año Nuevo son mesas festivas, importantes. Mesas para disfrutarlas. Tengan clara, eso sí, una cosa: no se trata, como cree todavía mucha gente, de atracarse, de comer mucho. No.

Se trata, si acaso, de comer algo mejor que a diario, de llevar a la mesa cosas que no son de uso cotidiano. Qué mejor ejemplo que un marisco cotizado y un ave apreciadísima. Pues, con los turrones y demás golosinas navideñas de postre, de eso se trata.