Laverty y Loach, en su acercamiento a la biografía de Jimmy Gralton, descubrieron que entre este comunista irlandés, un esforzado practicante de la enseñanza laica, la libertad y el marxismo, y Charlie Chaplin había un paradójico entrelazado. A Chaplin, las autoridades norteamericanas, las mismas que bailaban el agua a Hitler mientras Chaplin filmaba El gran dictador, le prohibieron regresar a EEUU privándole de esa libertad de la que alardea un poder político demasiado acostumbrado a abusar de su poder. A Jimmy, un irlandés pobre, sacudido por las guerras intestinas entre unionistas e independentistas, otro poder no menos abusivo, el del Imperio Británico, le desterró a EEUU negándole su nacionalidad originaria, la que le pertenecía por nacimiento.

De ahí surgió probablemente el que, en un momento del filme, cuando la acumulación de violencia irracional ennegrece el tono y lleva a la película hacia el abismo del drama, el guionista y el director se reinventen una fuga al estilo del Chaplin de Charlot. Policías enredados en sus propios tropiezos y una víctima a la fuga con pies rápidos, ropa vieja y ningún futuro introducen cierto relajo en un paisaje marcado por el dolor.

Se trata de un recurso que el espectador asume sin dificultad y cuya inspiración chapliniana queda levemente sugerida pero sobre la que el filme insistirá posteriormente cuando, al ser finalmente detenido, en esa carretera que luego se abrirá hacia el infinito del horizonte, símbolo del final del filme, se le achaque a Jimmy su parecido con Chaplin. Señalemos que el personaje cinematográfico en nada recuerda en ese momento al célebre cómico, pero que desvela el mecanismo y las dudas que Laverty (y con él Loach) arrastran en su oficio: didactismo voluntarista, una cierta rudeza formal y una molesta insistencia en recalcar las cosas. Es cine de escasa sutileza: cine que nada sabe del mundo de las sombras.

A estas alturas, Loach no va a modificar sus planes. Su diana sigue siendo la misma: hacer del cine un texto de reivindicación y denuncia. Lo que sí ha ido cambiando es el tono. En algún modo, el viejo troskista ha visto transformarse el mundo en un proceso donde la política es pasto de la corrupción y la ideología se disuelve entre pensamientos débiles y propuestas líquidas.

Loach, que proviene de la vieja militancia de una izquierda europea modelada durante los años de la guerra fría y abducida por el despegue del consumismo, llegó al cine proveniente del mundo del documental televisivo; se hizo en la BBC y su cine siempre ha entrecruzado un bienintencionado realismo social con un sentido útil de testimonio y de proclama, con el deseo no oculto de ideologizar. En Jimmy’s Hall, Loach insiste en un territorio que lleva grabado en la piel: Irlanda, el comunismo, la opresión del poder, la violencia policial, la injusticia y, en este caso, las manos negras de tanto cura católico tan amable con el poder como represor con la cultura, la libertad y el sexo. Ubicado en los años 30, mientras Europa engendraba una guerra, Irlanda curaba las heridas de la suya propia. Loach se posiciona con Jimmy y hace de él su portavoz para desnudar la actitud de una Iglesia católica que, como media Europa, vendió el alma al diablo para evitar que el comunismo prendiera en sus tierras.

Y lo hace, curiosamente, con la misma convicción con la que Frank Capra dibujada a sus héroes anónimos, con el deseo de creer que el mundo puede ser mejor de lo que resulta.