Estamos acostumbrados a convivir con la gripe. Cuentan que la epidemia más grave fue la causada por la conocida como gripe española, en 1918, con unos cien millones de fallecidos. Yo, claro, no llego tan lejos, pero sí a la gripe asiática del invierno del 57 al 58 (un millón y medio de bajas), que sembró el pánico en tiempos en los que no había apenas televisión y, por supuesto, nadie se podía imaginar qué sería eso de las redes sociales.
Antes de las vacunas, quien más, quien menos, pasaba su gripe en casa. Y la casa olía a gripe. El enfermo olía a gripe, y ese olor se extendía por toda la casa. No sé cómo describirlo, pero creo que no hace falta, porque todos ustedes lo conocen, lo han olido alguna vez. Es un olor muy característico.
Cuando uno tiene lo que solíamos llamar un gripazo está bastante perjudicado, y esos perjuicios se concretan en la alimentación. Cuando se está griposo, no se tiene hambre y, encima, hay muchas comidas que habitualmente nos gusta que, en esas circunstancias, nos repugnan. Y, naturalmente, las comidas que asociamos con la gripe acaban por no apetecernos nada cuando ya estamos sanos.
Yo asocio mis gripes, y muchas más pachucheces de infancia y adolescencia, a la merluza en blanco. Merluza o pescadilla; aquí tanto monta. En realidad, cualquier pescado blanco sirve, aunque el clásico es ese capricho español que llamamos merluza. He de reconocer que, en circunstancias normales, me gusta la merluza en blanco; con ella no me pasa como con las acelgas, que asocio a dietas de convalecencias juveniles y que, tal vez por ello, son de las poquísimas cosas que, si puedo, me resisto a comer.
procedencia Pero con la merlucita hay que decir un par de cosas. La primera, que España era el país merlucero por excelencia. Las merluzas de verdad (Merluccius merluccius) se pescaban, con palangre (del pincho o de anzuelo) en aguas tan próximas como el Golfo de Vizcaya o el banco de Finisterre. Como muy lejos, del Grand Sole. Hoy casi la mitad de la merluza fresca que se vende en España viene del Pacífico sur, o del Atlántico no menos austral, y ni siquiera es Merluccius merluccius,
La segunda precisión es que en ningún país del mundo se cocina el pescado como en España. Y no me vengan con Japón, porque los japoneses no lo cocinan. La cocina española del pescado es maravillosa, y en gran parte porque es muy respetuosa con la materia prima, la enmascara lo menos posible.
Y la fórmula más sencilla es el pescado en blanco. A mí me encanta una lubina pequeña, pescada cerca del restaurante (hablo, cómo no, de Galicia) simplemente cocida, con escolta de patatitas y, si acaso, guisantes, un chorro de aceite virgen y un poco de zumo de limón. Dejaré claro que por lo mismo que yo respeto a quienes no le ponen limón, ruego, ni siquiera pido y mucho menos exijo, que me respeten a mí, que me encanta el juego yodo-limón.
preparación Pero la robaliza no suele ser plato de enfermito. La pescadilla, sí. Se trata de cocerla (poco, pero cocerla, que ya está bien de crudités marinas) en un agua enriquecida con elementos como cebolla y puerro, y servirla con unas patatas en el mismo estado y unos guisantitos; el guisante, que fue la primera verdura que se congeló, se ha adaptado de maravilla a la congelación, por muchas tonterías que se digan al respecto.
Bueno, pues me ponen delante un par de filetes de merluza (lo de los toros queda ya antiguo, con sus espinas laterales), con dos rodajas de patata cocida en su punto y los precitados guisantes; rocío el conjunto con un buen aceite virgen; perfumo con unas gotas de limón y si es verdad que las penas con pan son menos, no lo es menos que las gripes con merluza en blanco son bastante más fáciles de sobrellevar. Y eso aunque al griposo le apetezca comer lo mismo que ir a un concierto de rocanrol (¿a que queda horroroso, señores académicos?), o sea, nada de nada.
Este es uno de esos platos de los que, desde fuera, te dicen que no hace falta hambre para comerlo. Falso: sí que hace falta. Pero en él el pescado sabe a lo que tiene que saber.
Y si, encima, se le pone por encima un poquito de allada, la salsa roja y humilde que es la salsa nacional de mi tierra gallega, casi se olvida uno de la gripe y reclama una copa de albariño para acompañar, qué otra cosa si no.
En un par de horas volverá a estar hecho la santísima, pero que le quiten lo bailado.