El impulso inicial que pone en marcha Loreak nace de un acto de curiosidad y piedad, es hijo de ese caro gesto consistente en saber mirar para cuestionarse, no lo qué ha pasado, eso sería materia de CSI, sino para imaginar qué se pudo sentir. Loreak lee el paisaje no con los instrumentos de la cartografía sino con la pulsión de la poética; de ahí que el sustento que alimenta su argumento se centre en cosas del interior, en esos leves requiebros del amor y el afecto que, por inaprensibles, resultan tan escasos en estos días de explicitud y pornografía emocional. Loreak habla de la complejidad de las relaciones humanas, de lo que dicen los silencios y callan las palabras; de las filiaciones e impulsos a través de unos personajes dibujados con tanta sutileza y complejidad como respeto.

Lo mejor de sus autores reside en la impresión que transmiten sobre su noble sentido de la observación. Goenaga y Garaño pertenecen a la categoría de cineastas que escrutan la realidad para vivir en ella hasta descubrir los motores del comportamiento.

El impulso inicial, lo que puso en marcha el argumento de Loreak, sabe de la incertidumbre. En su núcleo hay una imagen repetida en las cunetas y caminos, en el borde de las carreteras. Esos ramos de flores que significan y señalan un espacio donde la muerte estuvo y en donde rara vez hay algo más que una huella anónima. Unas flores que rememoran pero que no desvelan.

De ahí arrancaron los autores de 80 egunean para forjar un retrato coral en el que predominan voces femeninas.

Como orfebres de requiebros preñados de sentir y de sentido, Goenaga y Garaño tejen una red, un encadenado dominado por las flores. Flores sin remitente recibidas de un extraño que, con cada nueva llegada, traen esperanza aun sin saber por qué. Flores devueltas por un sentido de gratitud, en una fidelidad extrema que contrasta con el abandono de quien ya se había rendido por cansancio e infelicidad. Y entre medio, las dudas, la soledad, el tiempo.

Los retratos femeninos presiden un filme cuya depurada estrategia relata que ha sido diseñada a golpe de compás y cartabón. Los directores urden un argumento de simetrías y ecos, de engarces inteligentes y de puestas en escena de equilibrada belleza formal. Lo mejor de Loreak se muestra en esa fusión entre la enorme capacidad de compromiso con sus personajes y su cada día más depurada planificación. Plano a plano. Verso a verso. Golpe a golpe.

En cada nueva secuencia, los personajes crecen. En cada nuevo salto, su actuación nos resulta más comprensible. Lo que prejuzgamos, se vuelve menos claro; lo que temíamos, se hace cercano.

En Loreak (Flores) se reconocen actitudes y modos que muy pocos cineastas han sido capaces de desvelar. Con apariencia de levedad e incluso de insignificancia, este filme habla de lo que verdaderamente importa, de lo intrínsecamente profundo. Lo llevan en su genética impreso Goenaga y Garaño. Por eso apuestan siempre por esos personajes tan heterodoxos como cotidianos. Gente corriente, que no convencional, mujeres que saben estremecer sin que su nombre sea reconocido. Como estas historias de ausencias y dolor que riegan los caminos señaladas por flores que nos hablan de la gratitud, de la memoria y del olvido. De esta vibrante cinta se olvidó el jurado del Zinemaldia. Flores se fue de vacío de Donosti pero se quedó dentro de todos los que la vieron.