Cuando yo era un niño y vivía en mi ciudad natal, la palabra relleno podía referirse a dos cosas: con mayúscula y artículo, el Relleno, un jardín flanqueado de palmeras situado sobre terrenos ganados al mar, es decir, rellenados; con minúscula, uno de los elementos del cocido que más me gustaban.

No digo que fuera el que más me gustaba, porque allí estaba el tuétano contenido en los huesos de caña, que para mí era la auténtica joya del cocido, aplastado con el pan o, maravilla de las maravillas, machacado con una patata cocida.

Gloria bendita, curiosa premonición de la fastuosa patata San Clemencio conocida muchos años después en Jockey. Sí, el relleno, el sencillo relleno en el que se concentraban todos los sabores del cocido, era uno de mis bocados preferidos. Como de costumbre, inútil ir al diccionario y encontrar esta acepción. La única que tiene que ver con la cocina es la que define relleno como “picadillo sazonado de carne, hierbas u otros ingredientes con que se llenan tripas, aves, hortalizas, etc.” Qué sería del diccionario sin los etcétera...

Bueno, eso es un relleno de cualquier cosa, de un capón, de unas berenjenas, de un etcétera. A eso, en cocina, se le llama farsa, del francés farce. No hay ni que decir que semejante acepción francófila no aparece entre las que el diccionario ofrece para “farsa”, que tienen más que ver con aquel “tinglado de la antigua farsa” que decía don Jacinto (Benavente, claro) que con la cocina.

Al ir creciendo y cambiando de residencia, me fui dando cuenta de que el relleno que tanto me gustaba, del que era artífice mi abuela, abulense de El Tiemblo, era sometido a muy diversas variantes que, a mi juicio, no le aportaban nada bueno, y sí una cierta pesadez que, en mi memoria, contrastaba con la ligereza, la textura casi aérea, de aquellos rellenos de la abuela.

Los ingredientes no podían ser más sencillos: miga de pan, huevo, ajo y perejil. Se modelaban una especie de tortitas, que se freían y se echaban al puchero cuando las patatas iban a mitad de cocción.

caldo Allí, en ese caldo madre de todos los caldos, el pan, que era el ingrediente principal, se embebía de las esencias del cocido, que llegaban a la boca nítidas, puras, sin más que un leve toquecillo de ajo. Una delicia, que contrastaba con la rotundidad de los demás elementos del cocido, todos ellos bastante contundentes.

He dicho que el pan es el ingrediente principal. Lo es. En la mayoría de las recetas se prescribe pan rallado. Vayamos por partes: si han rallado ustedes, más grueso que fino, un pan de tres o cuatro días, me vale; si no, usen miga de pan asentado, remojada un rato en caldo. Buen pan, y pan de confianza. Ahí está la clave.

He mirado por ahí y he visto recetas de lo más heterogéneas para una cosa tan sencilla. La mayoría de ellas incluyen carne picada entre sus ingredientes. Incluso he visto alguna que parte, para hacer el relleno, de restos de ropa vieja.

No me suena a actual, sino a tiempos en los que el cocido era plato diario, de modo que podía quedar algo de carne cocida que podía usarse para estos menesteres.

Un relleno con carne es algo más que un relleno. Un relleno con carne es una pilota, y una pilota es una de las señas de identidad de la espléndida versión catalana del cocido, la escudella i carn d’olla. Y a mí me gusta cada cosa en su sitio: la pilota con la carn d’olla, incluyendo butifarras diversas, y el relleno con el cocido madrileño o castellano.

la esencia El relleno es, sencillamente, un receptáculo en el que encerrar los mejores sabores del caldo y las esencias del cocido; la pilota es un elemento cárnico más. De esos rellenos/pilota les dejo el que doña Emilia Pardo Bazán llama “bola de Zamora para el cocido español”: “Se pica un diente de ajo con un ramillete de perejil, se añade pan rallado y un huevo, y carne de la víspera, picada; se incorpora bien todo y se fríe veinte minutos antes de comer, habiendo formado una bola que se enharinará ligeramente para que no se deshaga”. Y sigue: “Momentos antes de servir el cocido se echa la bola al caldo y se sirve con la verdura”.

El cocido de mi abuela, que ya no era plato diario, sino comida completa que solía hacerse una vez a la semana, podríamos definirlo más como castellano que como madrileño. Gallina, ternera, cerdo y cosas ricas, incluyendo tocino, chorizos, tuétanos, y, claro, relleno, embebido de todos esos sabores: comprenderán que fuese uno de los componentes el cocido que yo prefería.

Y después no era nada raro que, para bajar el cocido, me fuera a jugar un rato al fútbol al Relleno, donde las palmeras servían de descomunales postes de nuestras porterías: era más fácil mandarla al poste que hacer gol. Hoy, la verdad, prefiero una siesta de las de don Camilo.