“Tenía que escribir este libro. La primera vez que fui a Melilla, hace cuarenta años, me quedé impresionado por su cementerio, con sus tumbas blancas que refulgen al sol frente al mar... Y el impacto fue doble cuando, paseando por allí, descubrí un montón de nombres de vascos en las lápidas... Eso se me quedó grabado como en un chip y me dije que algún día debía hacer algo con esa historia. Han pasado casi cuatro décadas pero la he soltado y me he quedado tranquilo”.

De este forma tan contundente, sencilla y sentida, Joxemari Iturralde resume el impulso que, dejado macerar, dio pie a Luna amarilla, novela que se editó hace dos años en euskera, también de la mano de Pamiela bajo el título de Ilargi horia, y que ahora vuelve a ver la luz en castellano. Un texto que, a su vez, permite charlar con el autor tanto sobre su enjundioso argumento como sobre su oficio de escritor.

¿La literatura es camino y debe estar desprovista de metas, ya que la propia senda sobre la que se va forjando el escritor sería el objetivo intrínseco?

-Desprovista de metas conocidas y conseguibles. Y con esto quiero decir que, a priori, es imposible pensar en una meta que puedas conseguir por medio de la literatura, aunque quizá luego esa meta llegue de refilón. No puedes pretender con una novela o un libro de relatos cambiar la sociedad, difícilmente lo vas a conseguir y, de hecho, me parece una falacia... aunque se hayan dado casos de libros que han influido mucho en la sociedad e incluso la hayan cambiado. Por eso lo importante es escribir y leer libros, y que ese ejercicio te vaya cambiando personalmente, en lugar de usar la literatura, como se decía hace años, como arma para cambiar la sociedad.

Ahora mismo, ¿la literatura ya no tiene valor como para afectar a unos jóvenes que pasan por encima de ella a la velocidad de un tuit?

-Estamos asistiendo al final de algo en el mundo del arte y la literatura. Es decir, los jóvenes que hoy se acercan a la literatura lo hacen de otra forma... Mucha gente se ha despedido de ese valor que le dábamos nosotros a la literatura cuando teníamos 15 o 20 años, no voy a decir que era algo religioso, pero los autores y las grandes obras literarias tenían un valor... Todo eso se ha ido al carajo por los medios audiovisuales, por el ritmo de vida, el estrés que llevan los chavales con otras cosas... Yo no soy tan pesimista como esos que dicen que la literatura va a desaparecer, porque contar y escuchar historias es inherente a la persona humana, eso no va a desaparecer nunca, pero cambiará el formato. Eso sí el valor casi mítico que le dábamos nosotros a la literatura se ha ido al carajo. Ahora hay tantísima información y tantísimo de todo que cualquiera escribe un libro o sus experiencias en Twitter, por lo que no hay filtro para distinguir lo que sería buena literatura de las tonterías que se le ocurren a fulanito de tal en cinco minutos.

Ha afirmado que “nunca escribo más de 15 líneas al día...” ¿Mantiene semejante propósito?

-La literatura, para los que llevamos muchos años en ella, es un oficio de larga distancia. Y como no pretendes grandes triunfos ni hacerte rico ni nada de eso, a mí lo que me gusta es disfrutarla. Y como escritor, una de las fases en las que más a gusto me encuentro es preparando el libro, investigando, tomando notas, haciendo viajes... Un proceso durante el que me pongo como objetivo ese medio folio diario, aunque hay días en los que emborronas más papel si estás inspirado. Hay escritores que se lanzan a tumba abierta y se escriben de tirón un capítulo de 40 folios, pero no es mi caso.

Con Luna amarilla buceamos de nuevo en la historia reciente, concretamente en el Desastre de Annual. Volvemos una y otra vez a la memoria, y la pregunta o el comentario se convierte en obligado o reiterado últimamente, pero quizá porque se está tomando conciencia, por fin, de que la necesitamos para saber quiénes somos y avanzar en el camino.

-Sí, porque además, el tiempo, en nuestra vida diaria, nos avasalla; el presente pasa tan rápido que lo que va quedando atrás se olvida, son como estratos históricos. Una parte importante de esta novela es la guerra de Marruecos, que se ha ido olvidando; pero luego llegó la dictadura de Primo de Rivera, la República, la Guerra Civil, la dictadura de Franco, la aparición de ETA... Son como capas que se van sobreponiendo y una tapa a la otra. Hasta que llega el momento actual, en el que han pasado 70 u 80 años, que en la historia de un pueblo no es nada, y de repente todo eso ha quedado olvidado y sepultado para siempre. Por lo tanto, esa labor de recuperar un pasado no tan lejano viene bien.

Al hilo de esas capas de memoria, la novela recrea con realismo sobresaliente los horrores de la guerra, esos que parece que como si no nos hubieran tocado nunca, lejanos en el tiempo y la distancia, y que las nuevas generaciones lo ven como si de un videojuego se tratara.

-Esos horrores se tiene a olvidar todavía más rápidamente... será un mecanismo de defensa del ser humano. Pero ocurrieron y están ahí. De hecho, muchos lectores me han dicho que la parte central del libro es muy dura, pero es que yo creo que la guerra fue así, con una crudeza despiadada. Ahora parece que le das a los botones, pasas de pantalla y te olvidas de eso. Afortunadamente, nosotros somos de una generación que no hemos conocido la guerra directamente, nuestros padres y nuestros abuelos sí. Pero ha estado ahí, muy cerca de nosotros, nuestros familiares la vivieron y tuvo que ser algo atroz y espantoso. Es algo que en la televisión lo ves todos los días, pero es que la tele y la prensa trivializan mucho porque al lado de una noticia terrible de Siria tienes un anuncio de desodorantes, o pasas página y te encuentras con que tal actriz tiene un romance con no sé quién. Es una trivialización bestial.

Incidiendo en las guerras de ocupación, Tomás Yerro destaca en el prólogo unas frases demoledoras insertas en la novela. “¿Qué coño hacemos aquí en esta tierra africana? Queremos mandar en una tierra que no es nuestra, que es de ellos”. Tristemente es una reflexión que se puede llevar a cualquier conflicto, reciente o pasado, lo que otorga al libro un duro carácter universal y atemporal.

-Es la pregunta del millón. Qué estoy haciendo en una tierra que no es mía, que no me importa nada, matando o haciendo que me maten, intentando aplastar a una gente que, en principio, no me ha hecho nada. Esto hay que unirlo, tanto en la novela como en la vida real, como la doble moral, el doble rasero. Por un lado está el lenguaje de los gobernantes, que mandan a los soldados a morir con palabras como honor, patria, orgullo nacional o guerra honrosa... Y luego está la realidad diaria, que era una guerra de corrupción, mentira, traición e intereses comerciales. Y en medio está esa gente que ha ido allí engañada y manipulada a que le maten sin saber por qué, lo que es un despropósito total. En el caso de los vascos, como cuento en la novela, la situación era doblemente penosa porque había muchos de ellos, y en esto me he documentado muy bien, que no dominaban el idioma castellano. Pertenecían en la teoría y la práctica al Ejército español, iban allí, no sabían el idioma o lo entendían muy malamente, luchaban, mataban o morían sin saber por qué ni dónde estaban. Tuvo que ser una sensación terrorífica y surrealista porque ni siquiera entendían bien las órdenes.

Al final, solo el pueblo pone los muertos, que son los que reflejan la luna amarilla en sus pupilas...

-Mientras el enriquecimiento es de los que mandan, porque allí estuvo metido hasta el rey. Yo he intentado reflejar la parte de los soldados vascos pero resulta que muchos de los grandes accionistas de las minas del Rif también eran vascos. Es decir, a la guerra iba el pueblo, los pringaos que no tenían dinero para salvarse del ejército, pero los beneficios monetarios iban para empresarios vascos generando una doble burla.

Cambiando de tercio, en esta ocasión Joxemari Iturralde ha optado por traducirse a sí mismo, ¿por qué?

-En otras novelas mías este trabajo lo he dejado en manos de traductores. En este caso sucedió que empecé a escribir la novela en euskera, pero me pidieron, para un periódico, una especie de resumen en castellano de lo que estaba haciendo. Así que empecé a traducir el primer capítulo y cogí carrerilla (risas). Fue curioso porque iba escribiendo las dos casi a la vez, lo que ha provocado que sea la misma novela pero distinta, ya que hay cosas que cambias al trabajar en diferente idioma. Más que una traducción diría que es una versión, casi como si hubiera escrito dos novelas. Un trabajo que fue, a veces, muy penoso... A mí me cuesta como unos tres años, mínimo, escribir una novela y cuando parece que estás saliendo de ese túnel, porque estás día y noche metido en los personajes y el escenario, vuelves a empezar y en otro idioma, fue algo esquizofrénico. Pero salió así y está bien.

Prólogo. Según apunta Tomás Yerro en el prólogo, “Joxemari Iturralde Jimu (Tolosa, Gipuz-koa, 1951) forma parte del rico panorama de la literatura vasca actual, en el que conviven diferentes cohortes de escritores con rasgos más o menos afines en razón de la edad. Según Iban Zaldua, se adscribe a la generación de la autonomía, integrada por los nacidos antes o durante la década de 1950: Bernardo Atxaga, Anjel Lertxundi, Ramon Saizarbitoria, Joseba Sarrionandia, Arantxa Urretabizkaia, Jose Anjel Irigaray, Xabier Lete, Mikel Lasa, Amaia Lasa y Joxe Azurmendi, entre otros. Herederos de la revolución literaria emprendida por Gabriel Aresti y otros séniors, comenzaron a dominar la república de las letras euskaldunas durante los años 70 y en especial los 80”.