Bernardo Atxaga (Asteasu, 1951) podría tomar una carretera más directa y sencilla en sus visitas a su localidad natal. En cambio, toma un camino que le lleva a un caserío de Zizurkil, que tras su aspecto sombrío y deshabitado, encierra un gran valor para el aclamado autor de Obabakoak y la recientemente galardonada con el Premio Euskadi Nevadako Egunak.

Atxaga siempre hace un alto en el camino en el baserri Errekalde, cuya entrada está presidida por un nogal que, en apariencia, tampoco presenta ninguna particularidad. Pero no es cualquier caserío. No es un nogal más, de entre tantos. Se trata del nogal al que aludió Pedro Mari Otaño en uno de sus versos. Cuando éste emigró a Argentina, recordaba este caserío y su entonces majestuoso nogal a través de un ombú, un árbol argentino que le retrotraía a sus orígenes.

Otaño pasaba las tardes a la sombra de ese ombú, en el ensueño de una vida que había dejado irremediablemente atrás; si bien para Atxaga los versos de Otaño son anteriores al concepto de la nostalgia.

“Existen muchos nogales, hasta que de pronto un escritor señala uno de ellos y por medio de sus palabras, puntualiza: no, este no es otro árbol”. De eso trata, según explicó ayer Atxaga, la literatura. De buscar la particularidad en lo cotidiano, de “ir más allá”. Admitió que la literatura tiene “muchas funciones, entre ellas también políticas”, pero, en su esencia, se reduce a eso, al poder de evocación que consigue Otaño señalando, con sus versos, un simple nogal.

“Somos universales, todos somos, más o menos, parecidos. Lo que nosotros (los escritores) contamos lo puede recoger cualquiera y hacerlo suyo”, apuntó.

mundo onírico Sobre el Premio Euskadi, Atxaga afirmó que recibir un premio “es una forma de aceptación”, la cual toma con gratitud. Preguntado sobre las posibles dificultades que puede entrañar recurrir al género autobiográfico, como se da en Nevadako egunak, el autor guipuzcoano mostró su tendencia a adentrarse en “el trasmundo”, pues recurre de forma constante a sus “fantasmas” en su literatura. “Hablo de todo lo que está muerto, del trasmundo; a la vez que utilizo elementos oníricos”, comentó. Envuelto, tal vez, por el aura de los sueños, aseveró: “Quiero que mi memoria sea autónoma, no la fuerzo”.

Sin poetas suicidas Al igual que Otaño regresó al nogal de su niñez, Atxaga recordó sus inicios en la literatura, en una época “difícil para encontrar la propia voz”. También aludió a sus conversaciones con su colega Koldo Izagirre, en las que ambos lamentaban que la plaza vasca careciera “de ningún escritor viejo y achacoso o algún poeta romántico-suicida”, ironizó. “Ambos elegimos el primer camino, porque el segundo era más peligroso”, bromeó.

De vuelta al tiempo presente, Atxaga admite que la situación ha cambiado de forma notoria. “Escribo con total libertad”, pues lo fundamental es, a su juicio, “tejer, y tejer, y tejer” las palabras, en referencia a la reflexión que compartían Carmen Gaite y Rafael Sánchez Ferlosio. “He escrito Nevadako egunak dejándome llevar por las circunstancias y por el mero placer de escribir”.

Abandonar el mississippi Sostiene el novelista de Asteasu que cuanto mejor conoce un escritor aquello sobre lo que escribe, mayor autoridad e implicación gana. Así, Atxaga concibe la experiencia como una suerte de “aritmética profunda de la realidad”. Para sumergirse en esa realidad y describirla de forma cercana, sin ningún tilt (parcialidad o trampa, en alusión a las máquinas tragaperras), la herramienta más eficaz es la lengua materna. “Conozco algunos casos de autores que en un momento determinado de su carrera decidieron dar la espalda a su lengua y a partir de entonces no han vuelto a crear nada reseñable”. Atxaga recurrió a un ejemplo que le contó un escritor norteamericano: “Desde que Mark Twain abandonó el Mississippi, no volvió a hacer gran cosa”.