Sin él no habría escabeches, ni encurtidos ni iba a decir que vinagretas; pero hoy se hacen vinagretas sin vinagre, para aliñar ensaladas sin sal. El vinagre parece andar un poco de capa caída, desplazado por los cítricos y eso que llaman “vinagre de Módena” que, en el noventa y tantos por ciento de los casos no es de Módena, y muchas veces no es ni siquiera vinagre.
El vinagre tiene mala prensa. Desde siempre. Que algo, o alguien, esté avinagrado no es bueno. Ser o estar avinagrado es, dice el diccionario, ser “de condición acre o áspera”. Cierto, un vino avinagrado es un vino estropeado, muerto. Como saben ustedes, el vino (su parte de alcohol, de etanol) se convierte, en presencia del aire (fermentación aeróbica) y de una bacteria llamada Acetobacter aceti, en vinagre (su parte de ácido etanoico).
Pero, por lo demás, el vinagre es una cosa excelentísima. Se ha utilizado como conservante desde tiempos remotos; hoy sabemos que su acción es limitada, que no protege de peligros como el anisakis, cuya posible y frecuente presencia en los boquerones no se soluciona poniéndolos en vinagre.
El vinagre es ingrediente “sine qua non” en los escabeches; pero hoy vamos a atender a otros productos conservados en vinagre, modificados por su acción, de los que todos disfrutamos frecuentemente: los encurtidos. Para el diccionario, encurtir es “hacer que ciertos frutos o legumbres tomen el sabor del vinagre y se conserven mucho tiempo teniéndolos en este líquido”. Para el único diccionario español de cocina apreciable, el de Ángel Muro (1892), encurtir es “echar pimientos, pepinos y otras cosas en vinagre para que se conserven mucho tiempo”.
Me gustan los encurtidos; unos, claro, más que otros. Me encantan las piparras, las guindillas verdes en vinagre. No concibo una delicia como las pochas, esas tiernísimas alubias en formación, preparadas simplemente con ingredientes vegetales, sin poner al lado un platito con piparras “para empujar”, y para darles alegría. La piparra no tiene por qué ser picante en exceso; para mí, debe dar un agradable punto amargo, más que picar.
verde y picante Las piparras, además, son ingrediente fundamental de la reina de las banderillas: la “gilda” donostiarra, en la que la guindilla en vinagre va ensartada en un palillo, en compañía de una aceituna y un filete de anchoa. Insuperable.
No sabemos cuándo nació, pero sí cuándo se bautizó: cuando se estrenó en España la película Gilda, con una bellísima Rita Hayworth que enloqueció al personal quitándose un guante mientras cantaba Put the blame on Mame para, a renglón seguido, recibir de Glenn Ford la bofetada más famosa de la cinematografía mundial.
Bueno, pues la jerarquía católica de la época (hablamos de 1947) anatematizó la película, considerada inmoral (en aquellos tiempos la Iglesia calificaba las películas, y a ésta le puso un 4, que significaba “gravemente peligrosa”). Se dijo que Gilda era “verde y picante”, y a alguien se le ocurrió que la banderilla de la que hablamos también lo era, de modo que la bautizó como “gilda”. Ya ven que tuvo éxito.
Las banderillas, de composición variada, pero siempre con pepinillo (en realidad más tirando a pepino que a pepinillo), pimiento las más de las veces rojo y guindilla, son un aperitivo popular. Van bien con una caña de cerveza, pero son capaces de arruinar cualquier vino: el vinagre y el vino, pese a ser el primero hijo del segundo, se llevan muy, pero que muy mal. Un aperitivo perfecto: las berenjenas de Almagro, una obra maestra.
Adoro las cebollitas en vinagre. Una de las cosas que más me gustan es la “segunda vuelta” del roastbeef, cuando lo como frío, cortado en lonchas finas, de aspecto precioso con su gama de colores del rojo vivo del centro al tostado del exterior, acompañado de cebollitas, pepinillos, alcaparras (en vinagre, naturalmente) y al menos dos mostazas, una de Dijon y otra inglesa, con una Guinness (servida a la española, o sea, más fresca que del tiempo) como acompañamiento líquido: perfecto.