La isla mínima, como delata su nombre, se mueve en medio de esos espacios insignificantes, allí donde lo pequeño, lo es tanto, que se diría desaparece. En esos “no lugares” en los que la luz desparramada en tierra de juncos y barro provoca miedos y sombras, surge este filme inquietante. Un filme de nieblas y de luz que esconden lo obvio y con las que su director y coguionista, Alberto Rodríguez, entona una crónica descarnada sobre la España de la transición. Sobre la Andalucía profunda de miseria y emigración. Sobre un campo de batalla en el que se enfrentan movimientos obreros, salidos del armario de la clandestinidad, y viejos señoritos despóticos que no quieren perder sus regalías. En ese corazón de tinieblas alimenta su trama esta perturbadora película. Una urdimbre que crece en torno a los hilos ocultos movidos por poderes seculares que se yerguen sobre viejas querencias. En ese humilladero de sevicias afloradas por actitudes serviles, Alberto Rodríguez (Siete vírgenes, After, Grupo 7) acuna su película más impecable, su obra más completa.
Su primer impulso, con el que se abre la película, muestra la incontestable belleza de un paisaje visto desde arriba. Desde las alturas, la naturaleza se hace abstracta y la realidad desaparece. En las alturas, nos grita desde este filme, no hay Dios que pueda hacer justicia.
La isla mínima toma su nombre, al decir de su director, de su Sevilla natal, aunque en el filme, todo se ubique más al Sur, en tierra de nadie, a lomos de Huelva y Cádiz, en un laberinto al amparo de Doñana pero fuera de su término protegido. En la Sevilla donde Rodríguez aprendió a hacer cine hay tres islas: la Mayor, la Menor y la Mínima. La mínima es un cortijo. Y de eso, de señoritos y cortijos, de pernadas y depravación, de franquismo e ignorancia, habla mucho y bien esta cortante película. En ella las campanas tañen expresamente un guiño-homenaje a Truman Capote. Pero al mismo tiempo, los silencios que no (re)suenan, aunque sí se escuchan, nos remiten a Bolaño, inspiración y faro de esta aventura.
Con quien nada tiene que ver La isla mínima es con True Detective, por más que coincidan en algunos esquemas: la pareja de policías, la sordidez del mundo rural, las víctimas mujeres asesinadas con ritos y mutilaciones fetichistas y enfermas... Porque si algo da densidad a La isla mínima no hay que buscarlo en el cine norteamericano sino en las mejores películas del realismo rural. Si prestan atención, intuirán que muy cerca de donde las jóvenes mujeres son asesinadas, resuenan las angustias, el dolor y la sangre de Furtivos y Pascual Duarte, de El Sur y de Los santos inocentes. Ecos de un cine español que erró durante cuarenta años sin poder hacer cine negro porque con Franco presente, una comisaría de policía era un espacio tóxico y hablar del mal, bajo el palio del cruzado jefe, una prohibición. Casi cuarenta años después, no abundan las buenas películas con policías. Las ha habido en nuestra historia, pero apenas un puñado. Por eso, ante La isla mínima surge una sensación liberadora. La consolidación de que es posible hacer un buen thriller y la constatación de que Rodriguez lo hace aunando suspense, rigor y coherencia. Se ubica en 1980 pero sabemos que habla de aquí y ahora. Y su relato, como acontecía con el magnífico Memories of Murder de Bong Joon-ho, sobrevuela por encima de la anécdota que recrea para iluminar como un relámpago las miserias de la condición humana.