nadie acaba de explicarse el poderío social, político y económico de un deporte inventado hace menos de doscientos años en Inglaterra y perfeccionado en Brasil y que vive estas semanas su momento de gloria que lo convierte en referente mundial en una aldea global que respira deporte, negocio, espectáculo, simbología nacional dentro de los estadios y en las diversas plataformas informativas, básicamente la de la tele que se lleva el gato al agua al concitar frente a las pantallas millones de consumidores que engullen plácidamente publicidad agresiva, encandiladora y sofocante de marcas mundiales que copan suculentas ofertas comerciales en tiempos de Copa Mundial de FIFA. La entidad organizadora de semejante chiringuito mediático, deportivo y económico es una sociedad internacional construida en base a las federaciones nacionales que en los respectivos estados manejan parte del cotarro futbolístico y que no se distingue precisamente por su transparencia y claridad gestora, sino que más bien se mueve en zonas de sombra, tapadillo y chanchullete, como el asunto de Qatar. Un negocio millonario manejado por un tal Blatter que cobija a presidentes como el español que mantienen perfectamente tenderete del negocio, influencia social y el poder mediático y que guardan celosamente astronómicas cifras de ingresos por derechos televisivos y explotación de imagen que ellos manejan, emplean y distribuyen a su leal entender, contentando a los presidentes con galanura y generosidad. El fútbol profesional es opio, diversión popular con gotas patrioteras y chauvinistas en un ejercicio televisivo de manejo de rebaño. Las fobias y filias nacionalistas se destapan en estas semanas de competición y guerra incruenta, en las se insufla sentido patrio a las audiencias millonarias que reciben aletargadas inyecciones vibrantes de pertenencia patria. Y en esto, la FIFA y la tele son campeonas.
- Multimedia
- Servicios
- Participación