Cuando Bryan Singer cogió las riendas de la adaptación cinematográfica de X-men, lo hizo con una declaración de principios: en su acervo cultural, la Marvel era una palabra sagrada y en su relación con los héroes de papel, no habría condescendencia. O sea, Singer hacía como había hecho Sam Raimi, como hizo Tim Burton y como haría Christopher Nolan. Adaptar la aparente simplicidad del mundo del cómic, desde la emoción y la complicidad, con sentido del cómic pero con palabras cinematográficas.
Fueron la primera y la segunda entrega dos adaptaciones correctas. Pero Singer decidió abandonar a los X-men por Superman y de aquella traición emanó una mala racha para Singer y un desfallecimiento progresivo para una serie que empezaba a dar síntomas de desbrujulamiento. O si se prefiere, como acontece con todas estas adaptaciones, lo que en el papel se sostiene a fuerza de acumular nuevas aventuras, en cine, una vez explicitado el origen del superhéroe, la aventura fílmica se desmorona.
Como ni Valkiria ni Jack el caza gigantes le concedieron el crédito que Sospechosos habituales le dio en su día, Singer retornó a la franquicia. El regreso se hace con un guión que echa mano a la paradoja del viaje en el tiempo y que no teme parecerse demasiado al Terminator de James Cameron. En su necesidad de recuperar el origen, Singer desgrana un argumento reforzado con presencias de personajes de alta densidad y actores de probada solvencia. Pero ni Michael Fassbender, cuyo atractivo nadie discute aunque su olfato para aceptar papeles sea discutible, ni presencias como la de Mercurio en la mejor secuencia de acción de la película, evitan la agridulce sensación de presentir que este filón se agota. Lo que el tebeo admite, la acción por la acción, la pantalla grande no acepta. El primer plano exige densidad dramática y eso, aquí, jamás se convoca.