Los ejecutivos/as de la tele se frotan las manos, ven cómo crecen sus colmillos ansiosos de millonarias audiencias o sus ojos se abren como platos ante la potencia difusora de la tele, cuando se producen acontecimientos multitudinarios a retransmitir como el del pasado sábado en tierras lisboetas o como ocurrirá en el venidero junio en latitudes brasileiras. La tele se muestra poderosa, gigantesca, mundial, global con cámaras de alta tecnología recogiendo ángulos, detalles, narraciones del mayor espectáculo del mundo que es el fútbol de competición en fechas señeras como la final de la Champions, o la apoteosis del partido que cierra el campeonato del mundo cada cuatro años. Millones de televidentes (12.365.000) hacen del campo de fútbol una inmensa cancha digital donde los héroes de la modernidad dirimen sus diferencias con agonía del perdedor y entusiasmo del vencedor. La tele y sus medios técnicos y periodísticos agrandan el acontecimiento y son capaces de paralizar la vida de un país o reducir su ritmo a un lento pasar el tiempo, con calles desiertas y tráfico dormido.

La tele impone en estas ocasiones, una narrativa hiperbólica, exagerada y altisonante, con los periodistas atacados de oleadas continuas de descargas de adrenalina que empañan la limpieza de las retransmisiones y reavivan modos arcaicos y patrioteros del contar deportivo. Casi cuarenta cámaras de alta tecnológica recogieron lo que ocurrió en la noche futbolera de marras y desde las cámaras cenitales hasta las lentas o superlentas construyeron una narración a la altura de la demanda mundial de espectáculo y diversión. La tele se convirtió en transmisora de sensaciones, emociones y hechos competitivos en una catarata de imágenes que han enriquecido ritmo y modo de contar la simplona historia del fútbol. Es la nueva épica deportiva digital global.