Títulos como La muerte del señor Lazarescu; Martes, después de Navidad; 12.08 al este de Bucarest; Historias de la edad de oro; 4 meses, 3 semanas, 2 días e incluso, el demoledor documental montado en una simple pero certera acumulación de imágenes oficiales del dictador rumano, The Autobiography of Nicolae Ceaucescu, representan la incontestable evidencia de la soberbia calidad del cine rumano. Todas ellas son películas que acaparan premios y parabienes. Los festivales que marcan tendencia no olvidan mirar de reojo a Rumanía porque en Rumanía, el cine que se hace: poco, pobre y huérfano de estrellas internacionales que ayuden a su distribución, rebosa interés y rigor. Cannes, Berlín, Gijón... han legitimado esa producción al incluir en su palmarés algunas de estas cintas. Y junto a ellas, cineastas como Lucian Pintilie, Cristian Mungiu, Cristi Puiu y Andrei Ujica, entre otros, se han ganado un respeto internacional. Se cuenta con ellos, se espera lo que salga de ellos. Entre esos ellos, Calin Peter Netzer emerge como un narrador poderoso, ágil, lúcido y pulverizador.
Nacidos tras el régimen de humillación y hierro que un ridículo, y en apariencia frágil, matrimonio formado por los Ceaucescu cultivó durante años, han visto cómo aquel sistema que mantuvo su idiosincrasia basculando entre Moscú y Pekín, saltó por los aires en 1989.
Veinticinco años después, un éxodo de rumanos, entre ellos los más vulnerables y necesitados, recorre Europa. Forman parte de un colectivo marcado por el estigma de la sospecha. Huyen de la pobreza y en su lugar de origen, con dificultades y en circunstancias complejas, nacen películas tan sólidas, críticas, brillantes y desgarradoras como este Madre e hijo que nada tiene que ver con el filme del mismo título, obra de una desacertada traducción, del ruso Sokurov. Madre e hijo arranca con una fiesta que radiografía la mediocridad moral de sus personajes, en especial la figura de esa madre coprotagonista del filme, y termina con un epílogo desolador relatado con maestría y precisión.
Su guión, coescrito por el propio realizador junto a Razvan Radulescu, colaborador de cineastas como Cristi Puiu, Cristian Mungiu, Alexandru Baciu y Radu Muntean, un Rafael Azcona del drama rumano, da una lección de disección social. Nada en él es gratuito, nada resulta artificial, nada suena a impostado. El mecanismo que pone en marcha esta disección sobre la soledad de una madre arribista y dominante, una superviviente corrupta en un universo de inmoralidad y miseria, parece extraído de Muerte de un ciclista (1955) de Juan Antonio Bardem y La mujer rubia (2008) de Lucrecia Martel. Un accidente de tráfico es cuanto necesita esta historia para que Luminita Gheorghiu, recordada por su colaboración con Michael Haneke en Código desconocido y El tiempo del lobo, componga un personaje inmenso. Gheorghiu es el rostro por excelencia de ese cine de acero y hielo hecho en Rumanía. Se le vio en El tren de la vida, de Mihaileanu, y en La muerte del Sr. Lazarescu de Puiu; estaba en 12.08 al este de Bucarest de Porumboiu y también participó en 4 meses,... de Mungiu. En todas ellas lo hizo bien. Aquí, lo que concibe es superior. Y a su lado, todo adquiere el valor de lo que conmociona y emociona. Ella recorre ese camino sin glamour que muestra el barro de la corrupción cotidiana, es la miseria universal filmada con autenticidad y regada con oficio.