Símbolo de la barbarie bélica, Godzilla nació en 1954, nueve años después de que Japón recibiera dos zarpazos criminales en Hiroshima y Nagasaki. Aquella traca apocalíptica con la que se rubricó el final de la segunda guerra mundial, holocausto sanguinario que supuso el asesinato de miles de personas inocentes, fue una exhibición obscena de la capacidad de matar del ejército estadounidense. Para Japón, único país del mundo castigado por la bomba atómica, sigue siendo el paradigma del horror, la quintaesencia del miedo. Y esa fue la razón fundante de Godzilla, una especie de conjuro y fetiche contra la energía atómica y su terrible poder destructivo.
Ishiro Honda, un cineasta japonés, ayudante de Kurosawa, fue el artífice de los primeros Godzilla (Gojira). Desde entonces, las cosas han cambiado mucho. Se han rodado casi treinta versiones pero ninguna de ellas tan gratuita, aburrida y vacía como esta de 2014. Y eso que, si Godzilla perdura en el imaginario colectivo, no es por la calidad de las películas, ninguna se acerca a la excelencia, sino por su valor emblemático.
Godzilla salió de Japón para reinventarse en EEUU gracias al irregular intento de Roland Emmerich en 1998. Ahora vuelve a viajar gracias a Gareth Edwards, el director británico que parecía estar llamado para renovar el género tras su efectivo Monsters (2010). Si en su obra debut, Edwards con 15.000 dólares convertía a un reducido equipo en una formación orquestal. Ahora que cuenta con un ejército, se ahoga en una total incapacidad para insuflar vida e interés dramático. No le ayudan ni el guión desarticulado, ni los efectos excesivos ni un reparto en el que su protagonista parece una momia y Juliette Binoche desaparece antes de que dé tiempo a preguntarse qué hace una actriz como ella en un subproducto como éste. Al menos, Guillermo del Toro en Pacific Rim (2013) honraba la memoria de Honda con un filme ágil, tontuno y entretenido. Por su parte, Edwards convierte a Godzilla en un relato en el que poco se entiende y nada se atiende.