Hace unos días viví una experiencia curiosa: un viaje en el tiempo. No hacia el futuro, como en el caso del libro de H.G. Wells; tampoco a un pasado muy remoto, como el yanqui que Mark Twain situó en la corte del Rey Arturo. Fue un viaje a un pasado más próximo, más parecido al que hacen Martin McFly y Doc Brown en la trilogía Regreso al futuro. Digamos que retrocedí unos cuarenta y tantos años. Y lo más curioso fue el vehículo empleado. No fue una máquina, como en el caso de Wells; tampoco un golpe en la cabeza, como el yanqui de Twain. No me hizo falta modificar un DeLorean, como a Doc Brown. Ni siquiera usé una simple alfombra mágica de las de Las mil y una noches.

No. Fue mucho más sencillo. Mi nave de traslación temporal fue una sencilla carta de vinos. Como se lo digo. Habíamos quedado con otra pareja amiga para cenar en un restaurante de la periferia de Madrid. Un restaurante con prestigio, al menos antes, parte del cual le acompaña aún a modo de aura que, en cualquier caso, no evitaba que fuéramos nosotros los únicos ocupantes de su terraza. Una terraza muy agradable, eso sí. Sabíamos, desde luego, que la cocina de esa casa era de las que catalogamos como clásica: buena materia prima y no demasiadas complicaciones culinarias. Bueno, buscábamos eso, de modo que hasta ahí, bien. Un vistazo a la carta confirmó las expectativas.

LA LISTA Nuestra elección, con lenguado para tres como punto fuerte, pedía claramente un vino blanco. Solicitamos la lista de vinos, con la esperanza de encontrar un godello de las riberas del Sil o el Bibei. No lo había; no es demasiado raro, el auge de la godello es bastante reciente. El problema es que en toda la carta de vinos, más clásica aun que la de platos, había solo cuatro vinos blancos: dos verdejos (Rueda) y dos albariños (Rías Baixas). Cuatro posibilidades en una carta de varias páginas, tampoco muchas, pero varias.

Yo creía que la especie que proclamaba que no hay más vino que el tinto se había extinguido hace años. Pues no. Está, o eso espero, en vías de extinción; pero quedan elementos recalcitrantes que siguen creyendo que los cada vez mejores vinos blancos españoles (pedir borgoñas ya sería cosa de otro mundo) son algo que solo piden algunos tipos raros.

Me sentí trasladado a los años 60, o al principio de los 70, cuando en los restaurantes se exhibían listas de vinos en las que no faltaba ninguno de los grandes tintos (bien es verdad que restringidos a los riojas)... y aparecía algún blanco, normalmente un viura de la conocida Compañía Vinícola del Norte de España, de Haro: el Monopole. Milagro si había alguno más. Algo se ha ganado, sin embargo: los blancos ofrecidos en este caso son de Denominaciones de Origen que en su día fueron emergentes. Pero, aún así, nadie nos quitará de la cabeza que estaban en la carta por si a algún caprichoso se le ocurría pedir "un blanquito".

Porque esa es otra: se habla de "un blanquito", pero nunca de "un tintito". Hay supervivientes del Neolítico que aún creen en esa barbaridad que sostiene que "el mejor blanco es un tinto", barbaridad que ellos elevan a dogma de fe. No me meteré jamás con quienes pidan un tinto con cuerpo para acompañar un lenguado a la parrilla: cada cual es muy dueño de gastar sus cuartos como prefiera, y para gustos se pintan colores; a mí me parece un maridaje (no me gusta nada la palabra, pero es la que se usa más) horrendo, pero... ya digo, allá cada cual.

COMBINACIONES Yo, lo confieso, soy bebedor de blancos. Blancos de albariño, de godello, de treixadura, de verdejo, de los nuevos viuras riojanos... y también de los considerables chardonnays de Navarra o de la Conca de Barberá, por no hablar de los borgoñones. Confieso que me encantan combinaciones vino-plato que los ortodoxos juzgan disparatadas; pero me he llevado muchas alegrías transgrediendo esas normas (blanco con los pescados, tintos con las carnes) que mucha gente reputa inamovibles...

Me gustan los blancos, y sé que cada vez hay más gente a la que le gustan. Carezco de estadísticas al respecto, pero es lo que veo en los bares de vinos, en los restaurantes... Los blancos van recuperando el lugar que yo creo que se merecen, porque los hay maravillosos. No voy a ponerme tan fundamentalista como los ultraortodoxos, pero hay cartas por ahí en las que podríamos decir, sin faltar a la verdad, que "el mejor tinto es un blanco".

El lenguado estaba rico. Pero inevitablemente salimos del restaurante con la sensación no ya de que habíamos estado en un clásico, sino de que el restaurante, se mirase por donde se mirase, era claramente una cosa de otro tiempo, al menos de otro siglo: el pasado. Ya ven que tenía razones para sentirme un viajero en el tiempo como los que citaba más arriba. Anda, que si don Herberto Jorge Wells llega a saber que para viajar al pasado no hacía falta más máquina del tiempo que una carta de vinos... qué buena novela, y qué interesantes películas, habrían salido de su mente.