El final de El gran cuaderno no esconde sino un nuevo comienzo, una segunda parte de un filme que probablemente nunca se hará. Construido sobre una trilogía literaria y coguionizado por el propio director, János Szász, la semilla primigenia que ha permitido levantar este filme se escribió en 1986. Su autora, Agota Kristof, había nacido el 30 de octubre de 1935 y murió hace dos años, sin poder ver esta adaptación de su obra. Nacida en Csikvánd (Hungría), Agota Kristof se marchó de su país cuando, en 1956, las tropas del Pacto de Varsovia hollaban Budapest. Tenía entonces 21 años. Se refugió junto a su marido y una niña de 4 meses de edad en Neuchâtel, Suiza. Y allí rehizo su vida. Se divorció, sacó a su hija adelante, aprendió francés y en francés desarrolló su carrera literaria. De toda su obra, sobresale la trilogía Claus y Lucas, el nombre de los dos hermanos gemelos protagonistas de El gran cuaderno y de las otras dos partes, La prueba (1988) y La tercera mentira (1991). Lo extraño, y lo que hace muy difícil que se lleguen a filmar las otras dos entregas, duerme en la propia naturaleza de éstas, en su empeño en desmontar, en arrinconar lo que conforma la gran novela que El gran cuaderno es y en la falta de brío que Szász aplica en su incursión.

Que sea un director húngaro quien adapta esta obra de una húngara muerta en el exilio, cierra un ciclo y explica un tiempo. El de la Europa del siglo XX marcada en su zona vertebral por la locura del nazismo y por el delirio del Kremlin. Una Europa maligna que János Szász ilustra con pormenorizado cuidado; con devoción de cofrade angustiado porque sabe que trabaja material altamente inflamable, un cuerpo literario que puede aplastar a quien no tenga la fuerza suficiente. En su adaptación, János Szász toca a rebato campanadas solemnes, pero le tiemblan las piernas. Son tañidos graves que evocan en el público sensaciones lejanas pero inolvidables que van de El tambor de hojalata a Leólo; y de autores tan reseñables como Bèla Tarr y Elen Klimov.

Esta mezcla de alambre de espino y crónica fraterna de la ignominia, se extiende dando golpes de desconcierto. El tema de los gemelos, una verdadera obsesión para Mengele retomada en la reciente e interesante Wakolda (El médico alemán) de Puenzo, da aquí lugar a un relato contenido; una fábula que avanza a saltos, que dribla la lógica para zigzagear en su discurso narrativo lleno de entradas y salidas de personajes que se desvanecen como fantasmas perdidos.

Con los estertores de la segunda guerra mundial de fondo, János Szász rehace la terrible historia de dos hermanos gemelos abandonados por su madre en la casa una abuela-bruja que les atiende sin amor, en el linde de un bosque rodeado por la muerte. Allí, en el corazón de las tinieblas, un campo de exterminio nazi quema vidas humanas. En el pueblo; el miedo y la miseria reinan. En su relación de hermanos, el castigo y la perversidad, establece un compás letal en donde no falta ninguna pieza del horror. János Szász, forjado en el cine documental, colaborador del proyecto Shoah y con una solvente incursión en el fantástico, une y (con)funde sus dos caras profesionales. Eso alumbra un filme-fábula, un cuento de horror, una película que se abisma en el infierno, pero que se percibe rebajada, como si hubiera miedo a penetrar allí, donde en la letra impresa, desbordaba fuego.