Estas Crónicas son más políticas que diplomáticas, más socarronas que realistas, más carne de divertimento corrosivo que testimonio comprometido y comprometedor. Al menos en apariencia. Con ellas regresa, nunca se había ido, un peso pesado del cine francés: Bertrand Tavernier. Tavernier, conviene recordarlo, es un francotirador en un país de ismos y familias. Allí donde otros conformaron grupos y clanes, Tavernier siempre fue un descolgado, un corredor solitario en una tierra de nadie. Allí levantaba testimonios de entusiasmo y resignificación del cine de Hollywood al tiempo que construía algunas de las más demoledoras páginas sobre las cloacas de Francia y sus caimanes más reaccionarios.
Este filme mereció el premio al mejor guión en el festival de San Sebastián. Pero no nos engañemos, es una distinción que nadie entendió que fuera otorgada pensando en sus guionistas sino agradeciendo a Tavernier su obra a lo largo de medio siglo. De hecho, y en contra de lo que podría pensarse, el tono, las formas y la naturaleza de Crónicas diplomáticas no son inusuales por más que recuerden poco a algunos de sus más aplaudidos trabajos.
Sin duda, esa dirección ágil, puro cartoon hecho celuloide, celebración contra la estulticia del poder y traca despendolada de la vanidad del oficio político, no ¿aparece? en obras como Alrededor de la medianoche (1986), La vida y nada más (1989) y Daddy Nostalgie (1990).
Pero sí que había algo de ese desenfado en La hija de d'Artagnan (1994) y sobre todo en El juez y el asesino (1976). De hecho, Tavenier ha reiterado que rodar este filme fue sencillo. Acometido con un guión en el que, en contra de lo habitual, no figura él mismo, y con el referente del cómic del que parte como material de inspiración, Tavernier se enfrentó a esta adaptación con el aplomo de quien como director (pre)siente que construye sobre lo ya construido, y que mejora lo mejorable.
El contenido del filme, más accesible para el público francés puesto que está más familiarizado con el modelo político del que parte, el exministro de Asuntos Exteriores Dominique de Villepin, pronto transciende del referente inmediato para derivar hacia una cuestión que atraviesa de principio a fin el cine de Tavernier. La verdad histórica.
Tavernier nació y vivió en la posguerra de un país en el que se hacía urgente colocar alfombras sobre la tibieza de un proceso histórico lleno de culpas sin penitencia ni arrepentimiento. Mala conciencia a la que el cineasta ha (s)acudido en numerosas ocasiones. Izquierdista en una cinematografía dominada por cachorros de la burguesía, toda la obra de Tavernier ha girado en torno a la doble moral, todo su cine ha querido encender luces allí donde todo permanecía apagado. Aquí, bajo el disfraz del humor y el trazo grueso, bajo el vendaval de papeles volanderos y funcionarios sin alma, late una agridulce reflexión sobre la fragilidad del sistema político.
A Tavernier, amigo de la ficción cinematográfica y enemigo de la manipulación política, siempre le ha preocupado la mentira del aparato del poder. Y ha construido para ella, contra ella, engranajes precisos, desoladores y fidedignos. Pero nunca había conseguido con un juego de liviana apariencia, sacar tanto zumo. Será cosa del cómic y de su capacidad para, en cuatro líneas, desnudar los laberintos más enmarañados.