Uno de los párrafos más citados de la obra gastronómica de don Álvaro Cunqueiro es aquél en el que, al describir la sensación que le produce un trozo de patata mojado en aceite de freír pimientos de Padrón al que se adhiere un grano de sal, dice: "Son esos instantes chü'en de los gourmets de la vieja China, que Ezra Pound admiraba como algo de indudable calidad poética y camino del éxtasis". No sabría definir a ciencia cierta lo que es uno de esos instantes, para mí sencillamente mágicos, pero ligados con la sensualidad que produce un bocado excepcional, por sí mismo, por su circunstancia o, más bien, por la orteguiana combinación de ambas cosas. Pero no hace mucho que viví uno de esos momentos.

La propuesta, sobre el papel, era sencilla. Tan sencilla que podría parecer hasta simple: melón con jamón. Estábamos, cuatro personas, en El 38 de Larumbe. Última apertura del gran cocinero que le da nombre.

aperitivo Ya ven qué cosa tan tonta: un poco de melón con jamón, un simple aperitivo, algo para limpiar los sentidos después de una ensalada generosa en trufa. Pero no tenía nada de tonta. Por una vez, jamón y melón competían en igualdad de condiciones: lonchas finas (cortadas a máquina) de un jamón ideal para esto, es decir, con un punto bajo en sal y de curación corta, con un muy dulce melón presentado del mismo modo: en láminas sutiles.

Llevaba uno a la boca algo perfecto, algo en lo que ninguno de sus dos elementos anulaba al otro: allí estaban los dos sabores, las dos sensaciones, uniéndose, creciendo, convirtiéndose en algo que tras-

cendía del conocido y tantas veces vulgarizado plato italiano.

Cunqueiro citaba a Pound. Ezra Pound fue un poeta estadounidense de la llamada "generación maldita". En tiempos de la I Guerra Mundial, antes de que su país entrase en ella, publicó una obra titulada Cathay (antiguo nombre por el que se conocía a China: Catay era el destino que buscaba Colón), versión libre de varios poemas de Li-Po, o Li-Bai, que es la trascripción que parece preferirse ahora; también he visto escribir Li-Bai Po.

Li-Bai Po vivió bajo la dinastía Tang, en el siglo VIII de nuestra era; fue amante de los placeres, especialmente de los proporcionados por el vino, y dejó escrito, entre muchas cosas bellas, que el mundo "está lleno de pequeñas alegrías; el arte consiste en saber distinguirlas". Yo añadiré de mi cosecha que esas pequeñas alegrías son las que hacen la vida más grata y que saber distinguirlas y, en consecuencia, disfrutarlas, es un paso adelante en el largo camino hacia la felicidad.

Muchas veces se esconde en esas cosas pequeñas, por eso es tan importante estar atentos para no perdérselas. Podríamos aplicar aquí la primera frase pronunciada por un hombre (Neil Armstrong) en la Luna: algo que parece y es pequeño, sí, pero que adquiere dimensiones insospechadas. Esto, naturalmente, es aplicable a la gastronomía, al placer que puede obtenerse en la mesa, que es perfecto cuando, además de meramente sensorial, llega al terreno de lo anímico, de las emociones, de la magia, en una palabra.

Es entonces cuando algo tan simple como la comida adquiere trascendencia y se hace inolvidable. Esa pequeña muestra que Larumbe puso ante nosotros era una de esas cosas que no se olvidan. Nos quedamos, en un principio, mudos; nadie osaba romper la magia del instante. Luego, claro, alabamos el plato. Pero había más cosas. Para empezar, afortunada combinación del qué y el cómo. Un jamón y un melón magníficos, elegidos cuidadosamente para elaborar esta combinación, y no otra. Siempre hemos defendido el uso de los mejores ingredientes posibles, pero mejores, en este caso, se refiere a más adecuados.

PROTAGONISMO Seguro que hay mejores jamones; pero ése era el que iba perfectamente, el que sabía renunciar a parte del protagonismo que siempre le damos para compartirlo con un melón que fue mucho más que un contraste, que un simple acompañante. Ya hemos hablado de los puntos perfectos de dulzura y sal en un plato. Pero intervienen más factores. Cuando uno pide melón con jamón le suelen poner en el plato unas lonchas de jamón y unas rajas de melón, tal cual; como mucho, el melón cortado en tacos, o modelado en bolas, para que usted envuelva unos u otras con jamón. No era así el nuestro.

La sutilidad de las láminas, su maleabilidad, permitieron dejarlas caer en el plato a su aire. Adquirir volumen, en una palabra. La impresión visual era de una elegante ligereza, sugería nubes de melón y nubes de jamón, unas al lado de las otras, en afortunada combinación cromática.

Presentación, texturas, sabores. Tampoco falló el resto de las condiciones para hacer de una cosa así algo que nos acerque a un momento de éxtasis. Todo se unió en ese momento; porque fue, en efecto, un momento, pero un momento distinto, mágico. Un simple destello, si quieren ustedes; pero un destello de una luminosidad deslumbrante e inolvidable.