EN la historia del consumo de la tele, la aparición del mando a distancia generalizado en los consumidores supone una revolución copernicana en el modo de disfrutar de la libertad de elección de canales, en una sociedad que venía del monopolio de TVE con millonarias audiencias ante la oferta dual de la tele pública estatal, sometida a control de contenidos, modos y estéticas en tiempos de la lejana pero poderosa censura, ejercida con estilo dictatorial supremo. La apertura de la oferta y la aparición de este pequeño artilugio, donde residía el poder y la gloria de decidir, ahora te corto, ahora te cambio, y paso de un programa a otro, ejerciendo la comparación y la valoración de lo que ofertaban los programadores en una tele que estrenaba libertad, concurrencia y pluralidad de ofertas, y todo ello apretando en una simple botonera sin levantar el culo del butacón, haciendo de catódico Nerón que cambia, recambia y se va de cadena en cadena. Este ejercicio de telemandar es tan habitual, que nos parece lo más normal del mundo y en ocasiones sentimos que nos rompen el corazón de consumidor, cuando los diabólicos programadores y contraprogramadores de la tele nos ponen en situaciones límites de escoger esto o aquello, de quedarse en Mira quién baila y el apolíneo Cantizano o Pesadilla en la cocina del antitelegénico Chicote, capaz de enfrentarse a una cocina revuelta, a un dueño histérico y despreciable jefe, en un colosal ejercicio de reeducación . No marcharse de la cocina y dejar de ver a las figuras del famoseo en la pista de baile con el pesado y métomentodo, Poti, ante un jurado diverso en lujo y glamour y procedencia. Es la coyuntura de elegir, de acertar o equivocarse, de hacer bingo o escoger telebasura, aunque siempre queda el recurso de acudir a internet, donde todo queda para siempre jamás.